Para «Carmen», ser miskita es el «principal obstáculo» que tiene para conseguir trabajo en Managua. Según ella, es una realidad que se repite en cientos de mujeres indígenas y afrodescendientes, originarias de la Costa Caribe, que migran al Pacífico para mejorar su calidad de vida y la de su familia.

La primera vez que Carmen viajó a los 17 años desde su natal Waspam en 2014, lo hizo con la promesa de encontrar empleo en la capital, para darle mejores oportunidades económicas y educativas a su hija de un año. Pero cuando llegó, la realidad con la que se encontró fue muy diferente.

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La discriminación y el racismo contra su etnia eran las principales razones por las que le negaban empleo, ya sea en el área formal o informal. Los empleadores apenas se daban cuenta de su origen, aludían a estereotipos sobre las personas miskitas y le decían que no injustificadamente.

«Me decían que las miskitas somos las peores, que somos ladronas, que no sabemos trabajar. He buscado trabajo como doméstica, pero no me dan. Trabajé tres años en un bar y de ahí nunca más conseguí de nuevo», relata Carmen.

El único trabajo que Carmen logró conseguir en Managua, fue de mesera en ese pequeño bar. Pero a costa de eso, sufría malos tratos por parte de la dueña del local. Ella la ofendía constantemente, le decía que no servía para nada y solía gritarle frente a otros empleados. “No sé si me trataba de esa manera por ser miskita, pero a los demás no los trataba así”, señala.

Sus compañeras de trabajo también la insultaban y le decían “mosca”, un calificativo utilizado contra personas indígenas de manera despectiva. “No sé qué significa mosca o mosco, pero siempre nos dicen así. Mis compañeras le decían a los clientes “mira esa a mosca” para que no me dieran propina”, expresa.

Además de recibir malos tratos, Carmen se encontraba en condiciones de explotación. Ella trabajaba 16 horas al día, durante 6 días a la semana. Pues su horario de entrada era a las 10 de la mañana y salía a las 2 de la madrugada, y tenía derecho a solo un día libre. Todo por un salario menor al mínimo: 4 mil córdobas.

“Me acuerdo que siempre lloraba en el baño del bar, hasta que un día ya no pude más”, dice. Cuando el trato y las condiciones en las que estaba se volvieron insoportables, Carmen decidió renunciar y regresar a Waspam con su hija en 2017, después de estar tres años en Managua.

Mujeres se encuentran con empleos precarios

Empleos precarios y sueldos bajos son lo único que la miskita Carla Vargas se ha encontrado en la capital. Vargas de 34 años, originaria de Bilwi, vive en Managua desde hace 12 años, pero solo ha tenido tres oportunidades laborales en más de una década; todas como asistente del hogar.

En estos tres trabajos, su salario mensual no superó los C$3,500 córdobas, a pesar que su jornada era de más de 9 horas diarias. Y aunque en estos empleos duró años, nunca percibió un aumento.

“En el primer lugar donde estuve como doméstica duré siete años, en el segundo dos años y el tercero siete meses, porque después quedé embarazada. En los tres me pagaban lo mismo todo el tiempo y nunca cambió”, señala.

Aunque Vargas intentaba conseguir puestos diferentes al de asistente del hogar, como en ventas, atención al cliente o despachadora, los empleadores la discriminaban por su acento y por su aspecto, que la muestran como una mujer indígena.

La miskita manifiesta que la principal excusa de las personas que no la contrataban era “porque hablaba mal el español”, pero cuando Vargas habla lo hace fluidamente y sin errores, y no se nota que su lengua materna es otra.

«Siempre me tratan con una mala actitud. El comportamiento de la gente cambia apenas se dan cuenta que soy miskita. Me dicen que soy «mosco». Yo les digo que soy miskita y con orgullo», expresa.

Vargas cuenta que desde hace más de un año se encuentra desempleada, y aunque ha buscado insistentemente un trabajo para mantener a sus dos hijos de cinco años y cinco meses, solo ha encontrado rechazo.

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Gracias a su pareja, ella se ha mantenido a flote, pero indica que para ella es urgente poder generar sus propios ingresos y aportar en la economía familiar.

Pobreza y desempleo presentes en el Caribe

La migración de mujeres originarias de la Costa Caribe al Pacífico es un fenómeno histórico, indica la activista indígena Virginia Tathum, quien es también  fundadora del Movimiento de Mujeres Indígenas Yapti Prana.

Tathum apunta que la principal razón de este movimiento migratorio en el interior del país, es la falta de empleo y la pobreza prevaleciente en las Regiones Autónomas del Caribe. Así que las mujeres deciden ir a los departamentos del Pacífico, donde el movimiento económico es mayor que en el Caribe.

«La Costa Caribe es un lugar olvidado. No hay apoyo de instituciones del Estado, no hay desarrollo económico en las comunidades indígenas y no hay espacios que generen empleos. Eso es lo que ha obligado a las mujeres a migrar para mejorar sus condiciones de vida», expresa.

La Costa Caribe es la zona del país más empobrecida de todo el país, de acuerdo con la Encuesta de Hogares para Medir la Pobreza en Nicaragua de la Fundación Internacional para el Desafío Económico Global (FIDEG).

Según el informe de resultados del 2019, la pobreza general afecta al 58.7% de la población del Atlántico, y la pobreza extrema afecta al 18.7%; cifras que revelan la profundidad de la pobreza en comparación a otras regiones de Nicaragua.

Esto también se manifiesta en que al menos el 63.8% de los hogares del Atlántico tienen una o dos necesidades básicas insatisfechas.

Según la FIDEG, «el mercado laboral es por excelencia un instrumento irrefutable para la erradicación de la pobreza». Pues el mercado laboral del Atlántico revela poca disponibilidad y calidad de empleos, subempleos e informalidad.

La encuesta refleja que el 84.5% de las personas ocupadas en esta zona trabajan en el sector informal; y también son las menos asalariadas y las que más trabajan sin remuneración. A diferencia del Pacífico, donde los indicadores muestran lo opuesto.

Con esta situación afectando el Caribe, las mujeres, en su mayoría madres, deciden ir a departamentos del Pacífico, especialmente a Managua, para obtener mejores ingresos y mandar dinero a sus familias, afirma Tathum.

Aunque no hay estadísticas oficiales sobre cuántas personas indígenas y afrodescendientes hay en Managua y en las otras ciudades de Nicaragua, indica que son una población “grande y considerable”.

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Sin embargo, cuando las mujeres indígenas y negras van al Pacífico, son violentadas constantemente en su búsqueda de empleo. Y la discrimación también pasa a los espacios que habitan, las instituciones a las que acuden y a cualquier lugar al que van.

Según Tathum, la razón de esta discriminación es su origen étnico, su color de piel y la pobreza. Además que casi siempre está violencia está basada en estereotipos y prejuicios sobre las personas caribeñas.

“La mayoría de las mujeres no tienen empleo porque siempre que buscan les preguntan de dónde son y les dicen que no. Dicen que hacen brujería o que son ladronas”, señala.

La activista manifiesta que los empleos que consiguen las mujeres indígenas y negras en el Pacífico son generalmente precarios, con sueldos por debajo del mínimo y con muchas horas de trabajo de lo establecido en la ley.

“La mayoría de las señoras del colectivo trabajan en la zona franca, y el resto de asistentes del hogar. Las que no encuentran trabajo venden productos de manera independiente. Hay señoras que venden pan de coco y salen a la calle a vender de manera ambulante”, explica.

Esto hace que las condiciones de vida en el Pacífico sean complicadas para ellas, y no cumplan con sus objetivos propuestos al llegar. Al contrario, muchas veces su situación de pobreza se puede profundizar, según la activista.

Otras violencias que sufren las mujeres indígenas y afrodescendientes en el Pacífico es la negación de servicios por parte de las instituciones públicas.

Tal es el caso de “Carmen”, que luego de haber regresado a Waspam en 2017, decidió volver a Managua este año para probar suerte de nuevo.

Según relata, en junio de este año llevó a su hijo de un año a un centro de salud porque se encontraba enfermo. Pero la enfermera que atendía la ignoró completamente y se negó a atenderla. Debido a esa situación, tuvo que llevar a su niño a otro centro médico para que lo revisaran.

«Después de eso no volví a ir a hospitales. Prefiero no ir a que me traten así de nuevo. Por ejemplo, ahorita estoy automedicando a mi hijo que tiene una gripe», dice la joven que ahora tiene 25 años.

Mujeres indígenas son negadas

La negación de atención a las migrantes indígenas y negras en las instituciones estatales es común, relata “Juana”, una miskita de 49 años, también originaria de Waspam.

Cuenta que cuando una indígena solicita algo en las instituciones, las personas funcionarias les suelen cuestionar «si tiene pensado quedarse en Managua», «si tiene papeles» o de lo contrario, no la van atender.

Juana vivió en Managua por primera vez a finales de los años ochenta, y asegura que el trato discriminatorio de ese entonces y de la actualidad no ha cambiado en nada. Según ella, las mujeres indígenas son tratadas como extranjeras en la capital.

Durante los 14 años que vivió en Managua en ese momento, escuchaba insultos a su alrededor por su color de piel y por su etnia.

Trabajó de manera ambulante en el Mercado Oriental durante seis años, vendiendo chucherías y gaseosas, pero señala que trabajar ahí implicaba pelear y defenderse de otras vendedoras que la querían expulsar del mercado por ser miskita.

«Después hubo un tiempo donde no vendía nada, ni un peso vendía. Me tuve que ir a mi pueblo en los años 2000. Pero eran las mercaderas que me habían arruinado la venta», relata Juana sus vivencias en los noventa.

Debido a la mala venta, Juana se regresó a Waspam a casa de su madre, ya que no podía pagar el alquiler del cuarto donde vivía y el cuidado de sus cuatro hijos.

Ella regresó de nuevo a Managua en 2020 cuando sus hijos también migraron. Cuando estuvo de vuelta, el panorama para las personas indígenas seguía siendo igual de violento.

La discriminación contra las personas originarias del Caribe, llega hasta el punto que conseguir una casa para vivir es todo un reto. De acuerdo con Juana, a su familia les han negado muchas veces alquilar en alguna casa por ser miskitos.

“Nos dicen que no nos van a alquilar porque a los miskitos les gusta traerse a toda su familia, que les vamos a hacer esto o lo otro”, expresa.

Hablar en su idioma natal también es motivo para vivir exclusión, según ella. Ya que cada vez que habla en miskito con su familia en un espacio público es mal vista, y los comentarios negativos no tardan en aparecer.

Juana relata que incluso uno de los arrendadores le estaba ordenando a ella que no le hablara a su hijos en miskito, “pues no sabía lo que decía y podían estar hablando mal de él”.

“Si es mi idioma, yo le tengo que hablar a mis hijos así. No tengo que hablar en español solo porque la gente no entiende lo que digo. Yo le puedo hablar como me dé la gana a mis hijos le dije yo”, establece Juana.

Sus décadas viviendo en el Pacífico, le han demostrado que no hay espacio fuera del Caribe donde ser mujer indígena no sea motivo de marginación y segregación, relata. Aunque apunta “que no todos son así”, la mayoría de las personas en esta parte del país tienen un rechazo casi inmediato contra cualquier persona que no sea mestiza.

Violencia machista persigue a mujeres indígenas

La violencia machista contra las mujeres indígenas y afrodescendientes se encuentra en todas partes, tanto en el Caribe, como en el Pacífico.

“Valeria” no deja salir a jugar a su niña de diez años, desde el asesinato contra las hermanitas miskitas ocurrido en un barrio de Managua el pasado dos de septiembre. Dice que desde entonces, desconfía de sus vecinos y cercanos, y teme constantemente por la vida de su hija.

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“Todas (las miskitas) estamos consternadas. Hablábamos con las mujeres y todas tenemos miedo que eso le ocurra a alguna de nuestras hijas o a nosotras mismas. Ahora sospecho del vecino. Por eso no estoy dejando a mi hija a jugar con sus amigos, porque no vaya a ser”, expresa Valeria, una mujer miskita de 55 años.

El mes de septiembre de este año, inició con la noticia que dos hermanas de siete y diez años, fueron víctimas de femicidio, y una de ellas también fue víctima de abuso sexual, por parte de unos vecinos de su propio barrio. Los acusados son tres jóvenes de 19, 18 y 16 años.

La familia de las hermanas es miskita y originaria del Caribe, y había migrado a Managua hacía tres meses en busca de trabajo y oportunidades para sus hijas. Sin embargo, los cuerpos de las menores fueron encontrados dentro de un saco en un predio baldío a pocos metros de su casa.

Desde entonces, Valeria, quien ha vivido en Managua desde los años ochenta, se encuentra en constante alerta en el barrio en el que vive, y asegura que no duerme tranquila debido al miedo.

Según la activista Virginia Tathum, ser mujeres, indígenas y pobres, fueron los factores que influyeron para que las niñas fueran víctimas de femicidio. 

Tathum indica que el factor de género incide grandemente en cómo la violencia contra las mujeres indígenas y negras se profundiza contra ellas. Pues un hombre indígena no vive la misma violencia que una mujer indígena.

“La gente la piensa dos veces antes de violentar a un hombre miskito, porque sabe que se va a defender con golpes o con palabras, pero a las mujeres miskitas piensan que las pueden pisotear, hacer lo que quieran y no va a pasar nada. Lo vemos con el asesinato de estas pobres niñas”, expresa.

Las mujeres indígenas son una de las principales víctimas de violencia machista, según el observatorio feminista Católicas por el Derecho a Decidir, quienes señalan que gran parte de las víctimas mortales provienen de la Costa Caribe.

Pues migrar al Pacífico no las hace menos posibles víctimas, al contrario, las vuelve más vulnerables a esta violencia, debido a las condiciones en que se encuentran en la ciudad, y mala atención que reciben en las instituciones, según la activista.

Esta problemática se agrava con la falta de programas especiales de parte del Estado que acojan a las indígenas migrantes que vienen al Pacífico, y que les den seguimiento y apoyo durante su estadía.

Así como de programas que generen empleo y combatan la pobreza en el Caribe, para que las mujeres y sus familias no se vean obligadas a migrar a otras partes del país para sobrevivir.

También afecta la falta de organizaciones indígenas y negras en esta zona, que atiendan las demandas de las mujeres.

Mientras el desempleo y las condiciones de vida precarias se mantengan en el Caribe, las mujeres seguirán yendo a Managua y a otros departamentos por sus hijos e hijas.

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