Mi nombre es “Elena” y fui madre por primera vez a los 21 años. Durante el embarazo preparé mi tesis y me preparaba para aplicar a una beca internacional que podía elevar las posibilidades de ser más competitiva en mi carrera.

Debo hacer un paréntesis aquí para darles un poco de antecedente. Aunque toda mi familia sabía del embarazo porque nunca lo oculté, decidí casarme con la falsa esperanza de dar estabilidad y formalizar una familia con el novio que “me cortejó” desde mis 13 años -para ese entonces él tendría 23-. No estábamos listos para un rol de ese tamaño y sin embarazo, definitivamente NO me habría casado.

Nació “Lucas”, defendí mi tesis de carrera y de una vez apliqué a la beca para la maestría soñada. Llegó la aprobación y la invitación para mudarme a España; y con ella también el dilema de si aceptarla o no aceptarla porque había muchas voces diciendo que no debía irme. Imagínense ustedes viniendo de un pueblo del norte de Nicaragua donde el machismo impera y permea cada aliento de tu vida.

Contra todo pronóstico y con todo el miedo del mundo por los “llamados a la cordura” que me hacía sobre todo la familia del papá, decidí aceptar la oportunidad y dejar al pequeño de 14 meses con mi mamá -quien además tuvo que aguantar la crítica destructiva por la hija desnaturalizada que dejó al niño-.  Esa beca fue mi válvula de escape a otras situaciones que podemos dejar para otro relato.

En fin, esa fue mi primera experiencia migrando. Dejar al niño me cobró un desorden hormonal por el cual tripliqué mi peso, pero también me dejó unos frutos académicos y de experiencia de vida que hoy no cambiaría. Retomar el vínculo con mi hijo al regresar a mi país también fue difícil.

Enfrentarme a la difamación porque decidí construir una nueva relación, también fue otra factura que tuve que pagar. Yo no acostumbro a ventilar detalles de mi vida privada, entonces esa separación fue criticada desde los lentes del hombre que se encargó de contar su versión de la historia. Para ser franca, tampoco me interesaba desgastarme con explicaciones a gente que nada tiene que ver conmigo.

Pero volviendo a la maternidad, la segunda vez que me tocó migrar hacia Miami con mi hijo mayor y mi segundo embarazo, para tener un poco de tranquilidad mientras Nicaragua mejoraba su contexto. Volví, pero la situación no era muy distinta, así que pedimos a nuestros empleadores un trasladado a Costa Rica.

Me tocó dar a luz a “Alejandro” en un país con nadie alrededor. En esos momentos toca apoyarse en la red de tus compatriotas en alguna medida, pero jamás reemplaza el soporte familiar. En casa, tanto el papá como yo, tuvimos que ingeniárnosla para atender la demanda del bebé, sin reducir la calidad de los resultados del trabajo, porque “¡De algo hay que vivir!”.

Decidí dar lactancia materna exclusiva durante 12 meses y mixta los restantes seis meses. Entonces se me veía viajando con mis maletas más todo lo que un bebé necesita, para llevarlo a los viajes internacionales donde podía llevarlo. Si se trataba de un viaje más lejos, entonces debía prepararme con varios días de anticipación para dejar un buen banco de leche. A la fecha, escucho un bebé llorar y me activa todo el cortisol en el cuerpo, pues solo una sabe lo que implica que te estén pidiendo un reporte o la organización de un evento; o entrar a una videoconferencia y que el tierno esté pidiendo alimento.

Si mi maternidad, que fue deseada, consensuada, buscada y anhelada fue tan difícil, yo no imagino lo que puede implicar para las madres que se ven forzadas o que fueron abandonadas por el padre del bebé. Si criar a un hijo es una tarea desgastante para ambos en una relación, no me imagino lo agotador que la crianza para una mujer migrante sola y sin soporte familiar.

Mi experiencia personal en Costa Rica fue fea, debo ser franca. Nunca padecimos carencias y fuimos muy afortunados en tener trabajo siempre; pero emocionalmente fue horrible. Los momentos más tristes y humillantes los pasé en ese país donde es verdad que hay gente que brinda su mano a los nicaragüenses, pero también hay mucho odio contra los migrantes nicas. Un trato que no es igual para venezolanos, colombianos, italianos o cualquier otra nacionalidad.

Es indignante subir a un Uber y que el conductor diga que “no podés ser nica porque vos sos linda y las nicas son feas”, o recibir al técnico del Internet incómodo y violento por tener que atender a una mujer nicaragüense que además tiene conocimientos tecnológicos. O a una enfermera de posparto que no quiere darte información detallada sobre la condición de salud de tu bebé porque cree que no vas a entender ese tipo de información. 

También hay gente costarricense maravillosa, pero lamentablemente son una minoría; y es muy duro observar muchas formas de violencia contra otros nicaragüenses, sin poder hacer mucho para cambiar esa realidad. La mayoría de esas nicaragüenses viajan para ganarse la vida dignamente realizando el trabajo que muchos ticos no quieren hacer; o se refugian porque en Nicaragua se enfrentan asedio, amenazas, peligro de cárcel o secuestros.

Actualmente mis hijos y yo vivimos en un país europeo, gastamos lo mismo que gastábamos en Costa Rica y la diferencia en el trato al inmigrante es muy distinta.

Pienso en las madres que no tienen la posibilidad de salir con sus hijos de la realidad Latinoamericana que no da señales de mejorar o de ofrecerles un mejor porvenir. Ojalá cada una de ellas tuviera la posibilidad de ofrecerle a sus hijas la oportunidad de crecer en un país libre, con menos probabilidades de ser secuestradas, acosadas o violadas secuestro, crecer en un sistema que priorice el bienestar de la niña o el niño sin importar su nacionalidad, su idioma y su raza.

Migrar siempre duele, no importa si se migra en ‘primera clase’. Implica un luto por dejar atrás toda una historia de vida, que tus hijos crezcan en una cultura absolutamente distinta y muchas veces no comprendan tus historias porque no imaginan cómo fue tu realidad. También se les priva de tener un calor humano familiar más amplio que el del núcleo familiar, así que toca fortalecer los vínculos virtuales.

No es fácil. Estamos solos en un país extraño muy lejos de casa y por un buen tiempo no podemos volver, aunque ocurriera una emergencia en nuestro país. Pero también es verdad que estamos en mejores condiciones de las que Nicaragua ofrece a mis hijos y asumo con toda responsabilidad esa decisión.

También me solidarizo con todas las madres migrantes que llevan en sus maletas sus ilusiones y las de sus pequeños.

*La autora optó por el anonimato.

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