Después de casi cinco años de infierno en Nicaragua, “Claudia” todavía no se siente libre, ni se siente a salvo, a pesar que se encuentra en otro país, lejos de los policías y fanáticos sandinistas, lejos de la dictadura Ortega-Murillo.

“Este es un país diferente y yo sigo sintiendo el mismo miedo de andar en las calles que yo sentía en Nicaragua. Mi mente no se ha podido ubicar que ya no estamos allá, que estamos seguras”, dice la joven de 24 años que solicitó el anonimato.

Por protestar pacíficamente y exigir justicia por sus amigos asesinados en las manifestaciones sociales de 2018, fue detenida arbitrariamente un 13 de junio de 2018 y desde entonces, cambió su vida radicalmente. 

En su detención fue golpeada, torturada y violentada sexualmente, y cuando la liberaron al día siguiente, el acoso, la intimidación y la persecución policial era lo que vivía diariamente durante años.

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Aunque todavía “se siente atrapada en Nicaragua”, dice que quiere sanar sus duelos y la violencia política que vivió desde 2018 hasta noviembre de 2022 cuando pudo salir del país. Y sanar comienza con romper el silencio. Esta es la primera vez que “Claudia” cuenta su historia.

2018, el inicio de todo

Cuando el estallido social inició en 2018, Claudia tenía 19 años, vivía en Ciudad Sandino y estudiaba inglés. Dice ella que “como la mayoría de los nicaragüenses, se involucró para protestar” en su municipio. Aunque su familia era históricamente sandinista, ella no dudó en posicionarse en contra la represión que estaba sucediendo.

Apenas dos días después del inicio de las protestas, el 20 de abril de 2018, tres amigos de ella fueron asesinados por paramilitares en la Universidad de Ingeniería (UNI): Carlos Alberto Bonilla, Marlon Manasés Ramírez y Juan Carlos Martínez. En ese momento, la lucha de Claudia cobró otro significado.

“Yo como amiga de ellos sentí un compromiso y comencé a exigir justicia. Desde ese momento comenzaron las amenazas y las acusaciones de la gente de la Juventud Sandinista, que decían que yo había quemado la alcaldía y había quemado el INSS, pero nunca formé parte de eso”, recuerda.

Claudia comenzó su activismo acompañando a las familias de sus amigos en las denuncias públicas, organizándose con otras personas jóvenes para protestar, y ayudando a las personas heridas en las protestas, que estaban en pleno auge. Aunque las amenazas contra su integridad de fanáticos del Frente Sandinista continuaban, nunca les prestó atención.

Hasta que una mañana del 13 de junio de 2018 llegaron cuatro patrullas policiales a su casa y paramilitares encapuchados se metieron a su cuarto. Se la llevaban detenida a la estación de Ciudad Sandino y luego a la Dirección de Auxilio Judicial, conocido como “El Viejo Chipote”. 

“Yo estaba saliendo del baño y estaba en toalla. Se metieron cuatro hombres encapuchados a mi cuarto. Entró una mujer policía a mi cuarto y le decían «es ella». Me querían llevar en toalla y estuve discutiendo con ellos hasta que me permitieron vestirme, pero en frente de ellos”, relata.

“Tenían agarrados a mis hermanos que eran unos niños en ese momento de 13, 12 y 10 años. Ellos llorando, mi abuela llorando. Destruyeron la casa, se robaron lo que miraban. Me metieron en la tina de la patrulla boca abajo con una bota en la nuca. Sentía que era algo irreal”, continúa.

Los paramilitares le colocaron un pasamontañas para que no pudiera ver dónde iba, y le pusieron dos machetes en los pies “para que no escapara”. En el camino, una oficial leía un documento que contenía información personal de ella, sus hermanos y su mamá. “Sentía que era una manera de amenazarme”, recuerda.

El Viejo Chipote, centro de tortura

Claudia apenas procesaba lo que estaba ocurriendo, no entendía por qué estaba ahí. Ese día iba comenzar una jornada de interrogatorios y torturas por parte de agentes de la Policía.

Cuando llegó, la llevaron a una oficina donde comenzó su primer interrogatorio. Ahí descubrió que la acusaban de orquestar un “golpe de Estado”, “recibir pagos de agentes de la CIA”, “poseer armas”, entre otros delitos inventados.

“Me preguntaban quién me pagaba, dónde estaban las armas, quiénes eran los oficiales de la CIA, o me preguntaban por gente que conocía. Yo no respondía nada porque no había nada qué contestar”, recuerda.

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La oficial que la interrogó le dijo a los otros agentes policiales “que la llevaran a reflexionar”. Esto significa llevar a Claudia a un cuarto lleno de espejos, quitarle la ropa y ordenarle hacer sentadillas desnuda.

“Un oficial me preguntó si estaba embarazada, le dije que no y me dijo «que bueno, porque aquí te lo sacamos». Así tal cual”, cuenta.

Después de hacer las sentadillas la llevaron a su celda, la número 18, donde después la golpearon con guantes. La dinámica se repitió más veces de las que puede recordar. Oficina, interrogatorio, cuarto lleno de espejos, desnudarse, sentadillas, celda y golpes. 

Claudia estaba exhausta, dolorida, tenía su labio roto y las muñecas llenas de sangre debido a lo apretada que estaban sus esposas. Dice que apenas escuchaba los pasos ya sabía que la se la llevaban a lo mismo. Las celdas alrededor de ella estaban llenas de otras personas que cantaban, oraban… y gritaban.

A media noche se la llevaron a otro interrogatorio, pero esa vez fue diferente. “De pronto escuché un gran grito desgarrador. Cuando salí de la oficina todo el pasillo estaba lleno de sangre”, dice.

Cuando la llevaron a su celda, un oficial de policía diferente entró con ella. Le hizo las mismas preguntas que le habían estado haciendo, y al no responderlas, abusó de ella. “Traté de defenderme, pero no pude. Solo gritaba. Los otros presos decían «déjenla, déjenla». Después él me dijo que eso me sirviera para que fuera más comunicativa”, expresa.

“Sentí que habían destrozado mi vida”

Para Claudia todo fue diferente después de esa noche, dice. No hablaba y no comía. Hasta los otros oficiales le preguntaban qué le pasaba cuando la miraban. “Sentí que habían destrozado mi vida”, manifiesta.

Como nunca brindó ninguna información, ni inculpó a nadie, sus interrogadores la amenazaron con procesarla, y le leyeron una lista de delitos que culminaba con más de 200 años de cárcel. “No me importaba nada, ya estaba resignada”, señala.

Al día siguiente, los oficiales la llevaron a otro lado. Le repetían constantemente que nunca la lastimaron, que malinterpretó las cosas, que siempre la trataron bien, que era exagerada y que se imaginó cosas.

“Una psicóloga me dijo que ella estaba para ayudarme, que mis derechos nunca se habían violado. Yo estaba con el labio roto y las manos ensangrentadas. Estaba destrozada”, recuerda.

Inesperadamente ese día la dejaron libre, su mamá llegó a traerla, a cambio de que firmara que nunca le había pasado nada y que se encontraba en las mismas condiciones en que había sido capturada.

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Eran las 8 de la noche del 14 de junio de 2018. Apenas pasó día y medio, pero los acontecimientos cambiaron la vida de Claudia.

“Sabía que las cosas no iban a ser iguales”

Cuando llegó a su casa, Claudia no pudo contarle a su mamá lo que le había ocurrido. Solo le pidió el anticonceptivo hormonal de emergencia para evitar un embarazo no deseado, pero no pudo decirle nada más.

Esa misma noche,  llegaron un montón de patrullas policiales a asediarla. Era el comienzo de una nueva etapa de acoso y persecución. Según ella, sabía que las cosas no serían iguales, debía movilizarse para evitar las amenazas y el hostigamiento de policías y fanáticos.

“Estuve seis meses fuera de mi casa porque no nos dejaban en paz. Nos ponían patrullas, llegaban personas encapuchadas con armas, sonaban machetes fuera de la casa. Mi mamá y mis hermanos nos tuvimos que ir a otra casa. No teníamos nada, dormíamos en colchones en el piso”, relata.

Así estuvo un par de años. Pasaba un par de meses en su casa y luego se iba a vivir a otro lugar por el acoso. Las amenazas no solo eran contra ella, sino también contra su mamá, su padrastro, incluso sus hermanos.

También recibía acoso digital en todas las redes sociales. Le mandaban mensajes insultándola, llamándola golpista, o recordándole la violencia sexual que sufrió estando detenida. Claudia cree que el policía que abusó de ella era la persona que le mandaba esos últimos mensajes.

Mientras que perfiles falsos publicaban fotos de ella, junto con su cédula y su dirección. Y su cuenta de Facebook era constantemente hackeada por personas del Estado. “Me llegaban notificaciones de inicios de sesión de la alcaldía o de los bomberos”, dice.

Era tanto el acoso, que Claudia decidió retirarse de cualquier movimiento social, incluso de la demanda de justicia por sus amigos asesinados. Se aisló completamente de todos los lugares y todas las personas.

“No salía de mi casa, no iba al mercadito, no iba al Palí. Si salía no lo hacía sola porque me acosaban. Cuando pasaba por la Policía me gritaban golpista, asesina”, señala. 

2022, una nueva etapa del acoso

En 2022, Claudia pensó que las cosas iban a cambiar. Habían pasado cuatro años desde el inicio de la crisis sociopolítica y su detención. No se encontraba organizada y ni siquiera hablaba con nadie. La joven cuenta que ni tenía amigos, pues juntarse con ella era tener problemas con la Policía.

Pero su mamá tuvo que exiliarse en enero de ese año a Irlanda, debido al acoso extendido contra su familia. Y a finales de marzo, Claudia tuvo otro acosador particular, “el oficial Antonio Hernández, oficial de inteligencia”, según se presentó. 

“Yo escuchaba cosas en mi teléfono. Pensé que estaba psicoseado o que tenía delirios de persecución. Escuchaba música, interferencia y sentía que escuchaban mis llamadas. Cambié de número de celular y al siguiente día un hombre me llegó a buscar en una moto”, cuenta.

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El día que el hombre llegó a su casa ella no se encontraba, pero dejó un recado con su abuela: “que si Claudia no lo atendía iba a haber consecuencias». A los dos días volvió a llegar.

“Salí a atenderlo, me enseñó su arma, se identificó como el oficial Antonio Hernández, me enseñó su placa y que era oficial de inteligencia. Me dijo «me permitís pasar?», y yo le dije «si me estás enseñando un arma ¿querés que me niegue?». Solo sonrió”, relata.

Hernández le dijo que Nicaragua tiene un programa de monitoreo de personas de interés. Claudia se encontraba dentro del grupo de personas monitoreadas y su teléfono estaba intervenido. El hombre le pidió su número, le dijo que la iba a llamar constantemente y ella debía de contestar, y que también volvería a su casa y lo debería  de atender.

Ese mismo día, Claudia comenzó a planear su salida del país. “No sabía qué hacer porque estaba a cargo de mis hermanos y mis hermanos no podían salir del país sin el permiso de mi papá. Desde entonces planeamos la salida y aguanté a esa persona todos esos meses”, expresa. 

Desde entonces, Antonio Hernández llamaba a Claudia casi a diario para monitorearla, preguntarle dónde estaba y qué hacía. Además, le decía constantemente “que quería que lo viera como un amigo” y “que le tenía una propuesta”:

La propuesta era que Claudia se integrara en una organización social y le informara sobre las personas que se encontraban ahí y lo que decían. A cambio de eso, a ella le brindarían una beca en la Universidad Americana (UAM) o le darían dinero.

“Quería que fuera su informante. Yo le decía que no, además, que no me iban a dejar entrar a las organizaciones, y él me decía que tenía gente adentro para lograr que me integrara y que tenía otros informantes. Incluso me mencionó algunas organizaciones, CUDJ, UNAB, AUN”, cuenta Claudia.

Pero ella nunca aceptó, a pesar que le siguió insistiendo en otras ocasiones. Así estuvo acosada por ese hombre durante siete meses, hasta octubre de 2022. Manifiesta que ella contestaba sus llamadas y lo atendía cuando llegaba porque siempre estaba la amenaza latente de que ella fuera apresada.

“Le daba largas y largas, en eso yo estaba arreglando lo de irme del país con mis hermanos”, indica.

Nuevo plan: salir del país

Mientras Claudia lidiaba con su acosador, ella realizaba las gestiones para irse a Irlanda con su mamá, sacaba los pasaportes de sus hermanos, solicitaba el permiso de su papá e intentaba vender la casa, que era el único medio económico con el que podía costear el viaje.

Cuando logró todo lo anterior, el 20 de noviembre de 2022, ella y sus hermanos se encontraban en la frontera de Honduras, a punto de tomar un bus para irse del país. Pero fue detenida por un oficial de migración, que la llevó a una oficina.

La palabra “alerta” junto con su foto y su nombre se encontraba en la computadora del oficial. Él le dijo que no tenía permitido salir del país, que la iban a trasladar a la Dirección de Auxilio Judicial Evaristo Vásquez, y le quitó los pasaportes de ella y sus hermanos.

“Yo no sabía qué hacer. Mis hermanos estaban llorando. No sabía qué iba a ser de mis hermanos, con quién los iba a dejar. Solo me pidieron datos de quién podía cuidar a mis hermanos y se los iban a llevar en una patrulla”, cuenta.

“El hombre hacía llamadas, llenaba una hoja de traslado y me decía que me apurara, que me iban a llevar. Otro oficial decía que no era buena idea trasladar a menores de edad en patrullas”, continúa. 

Después de mucho tiempo retenidos, “como un milagro”, dice Claudia, el oficial le entregó los pasaportes, le quitó el único dinero que andaba que eran US$180 dólares y la fue a dejar a ella y a sus hermanos a la puerta del bus.

El oficial le dijo que le estaba dando una oportunidad para salir del país y que si regresaba a Nicaragua, ella iba a ser apresada. Así Claudia logró irse a Irlanda, a reunirse con su mamá.

Atravesar los duelos, sanar las heridas

“En estos tres meses que estoy acá, todavía no me lo creo. Sentí que dejé todo allá. Sentí que guardar el silencio era una forma de seguir allá con mi familia, mis amigos, mi mascota, que son cosas que me están doliendo mucho”, expresa.

Claudia apenas se está adaptando a su nueva realidad donde puede salir a la calle sin ser acosada, donde su teléfono no es intervenido, donde no recibe llamadas de personas desconocidas y donde tiene esa vigilancia constante. Todavía se siente perseguida, aunque allá nadie la conoce.

“Yo decía que cuando estuviera en un nuevo país las cosas iban a ser diferentes, pero todavía siento a Nicaragua en la espalda”, manifiesta.

Dice que quiere atravesar los duelos de sus amigos asesinados, de la experiencia traumática que vivió en El Chipote y de todo el hostigamiento que vivió durante cuatro años. Su nuevo objetivo es “sanar un poco”.

Actualmente continúa sus estudios de inglés y retoma la terapia psicológica, la cual se vio interrumpida muchas veces en Nicaragua. Señala que sanar es un reto, pero romper el silencio es el primer paso.

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