UCA: símbolo de resistencia frente a la dictadura Ortega-Murillo

El 16 de agosto de 2025 se cumplen dos años desde que la Universidad Centroamericana (UCA) de Nicaragua anunció oficialmente su cierre, tras confirmar la incautación de todos sus bienes inmuebles por parte del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
La orden, ejecutada por la jueza Gloria María Saavedra Corrales, incluyó también la confiscación del dinero en moneda nacional y extranjera de sus cuentas bancarias, así como de todos sus productos financieros.
Con ese golpe, una de las instituciones académicas más prestigiosas y queridas del país —fundada el 23 de julio de 1960 por la Compañía de Jesús— con más de seis décadas de historia, dejó de operar de manera abrupta.
En aquel momento, la UCA contaba con cerca de 9 mil estudiantes inscritos en carreras de humanidades, ingenierías, ciencias económicas y ciencias jurídicas, además de una amplia oferta de programas de posgrado.
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El anuncio no solo supuso la pérdida de su infraestructura y recursos, sino también la interrupción repentina de miles de proyectos académicos para esos miles de estudiantes.
Dos años después de su confiscación, la herida sigue abierta en la memoria de su comunidad.
La Lupa conversó con Adela Espinoza, excarcelada política y desterrada, quien logró concluir su carrera antes del cierre y rehacer su vida en Guatemala, donde se reencontró con sus hijas.
Isaac Meza vive hoy exiliado en Inglaterra, sin haber podido terminar su carrera de Derecho.
Paola Vásquez consiguió continuar sus estudios en línea en la Universidad Rafael Landívar de Guatemala, y espera pronto graduarse.
Sus testimonios son un reflejo del impacto humano que dejó la confiscación de la UCA e ilustran, desde distintas realidades, lo que significó para ellos esta casa de estudios.
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Adela Espinoza llegó a la UCA desde un colegio público, con las limitaciones que arrastra la educación estatal en Nicaragua. Conseguir una beca completa le permitió acceder a un nivel académico que describe como un “choque” al principio, pero que pronto se convirtió en una oportunidad inmensa.
“La UCA para mí fue abrir un montón de puertas al conocimiento, principalmente, al ser una persona que llegaba de una de un colegio público con las limitantes que esto significan (…) Con docentes que iban más allá de la materia, que te enseñaban a cuestionar, a pensar críticamente”, recuerda.
La UCA, donde se graduó como comunicadora social, no solo le ofreció clases, sino también oportunidades para integrarse en voluntariados, grupos artísticos y actividades estudiantiles. Fue parte del grupo de danza, de organizaciones de protesta y de iniciativas estudiantiles que florecieron tras la crisis de 2018.
“No era solamente estar ahí, llegar y aprender una materia porque era tu carrera, sino que podías cuestionarte más y decidir si querías solamente estar en clase y formarte o decidir si involucrarte en otras cosas”, recuerda Adela.
La noticia de la confiscación en 2023 fue, para Adela, devastadora. “Da mucha tristeza. Gente que tuvo que salir de la universidad, otros que tuvieron que exiliarse, otro montón que se quedó sin trabajo (…) Y lo que eso significa, tener un título, ahora, como Casimiro Sotelo”, señala.
Aunque reconoce que en sus últimos años ya había incidentes con paramilitares y policías, sostiene que hasta el final la UCA fue un espacio donde, al menos en parte, se podía ejercer la libertad. Por eso le resulta doloroso que hoy el campus sea usado por la Juventud Sandinista como un centro de adoctrinamiento.
“El haber convertido a la UCA en un circo es parte del juego de la dictadura y la venganza del régimen por todo el apoyo que dio a los estudiantes y personas civiles”, enfatiza.
Para Adela, la UCA sigue viva más allá de sus muros. “La UCA no ha muerto. Le quitaron el nombre, pero las personas que son y fuimos parte de ella seguimos estando. Los docentes, los jesuitas, los estudiantes… seguimos estando. La UCA no ha desaparecido, aunque le cambiaron el nombre y aunque no le guste a la dictadura va a surgir de nuevo”, dice con esperanzas.
Hoy Adela vive en el exilio, lejos de Nicaragua, junto a sus dos hijas de 11 y 9 años. Cumplirá un año fuera del país, pero dice que siente como si la hubieran sacado ayer.
“Es sumamente complicado adaptarse a otro país, más cuando no lo decidiste. Pasas de sobrevivir a una dictadura a un país tan violento como este y es sumamente complicado, más con todas las barreras de la nacionalidad”, dice en entrevista con La Lupa.
El testimonio de Adela es uno entre miles que dan cuenta de lo que significó la UCA.
Dos años después, los recuerdos y la identidad forjada en ese campus resisten, tanto en el país como en el exilio. Y aunque las paredes que la albergaban ahora tengan otro nombre, para muchos como Adela, la UCA sigue siendo ese lugar donde alguna vez fue posible aprender, expresarse y soñar sin miedo.
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“La UCA básicamente era un espacio seguro (…) Un lugar donde te podías sentir seguro y segura de que nadie iba a ir a callarte y que no te iban a arrestar”, puntualiza.
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Para Paola Vásquez, la UCA en Nicaragua no era solo un campus: era un refugio. Entre aulas, pasillos y protestas estudiantiles, encontró un espacio “seguro” donde podía expresarse sin miedo, formar pensamiento crítico y convivir con personas diversas sin ser juzgada.
Pero esa vida universitaria, que había comenzado en 2019 en medio de un país aún sacudido por la crisis política de 2018, se detuvo bruscamente el 16 de agosto de 2023, cuando el régimen confiscó la institución y la rebautizó como Universidad Nacional Casimiro Sotelo.
“En el contexto de 2018, me costaba bastante expresarme. En las protestas estaba mi mamá y, de vez en cuando, mi papá, exigiendo la justicia de mi hermano”, recuerda.
Paola es hermana de Gerald Vásquez, un joven asesinado por la dictadura el 14 de julio de 2018.
Para ella, el campus era un lugar donde estudiantes de distintos orígenes y realidades se encontraban: desde becados hasta quienes podían pagar, desde quienes venían de la capital hasta jóvenes de departamentos, todos compartían un sentido de comunidad.
Para Paola, esa convivencia era un acto de resistencia frente a una sociedad marcada por prejuicios y estigmas.
“No importaban los estereotipos sociales, porque siempre había como estos perjuicios del de las personas becadas van aparte que las personas que pagan. Pero, la verdad es que todos nos relacionamos y nos llevábamos super bien y sentías esa hermandad”, señala.
La universidad no era ajena al contexto político. En 2019, apenas un año después de la represión de las protestas de abril, todavía había tensión en Managua. En el interior del campus se organizaban manifestaciones internas y encuentros con las Madres de Abril, mujeres que habían perdido a sus hijos en las protestas y que mantenían vivo el reclamo de justicia.
“Las madres de una u otra manera nos hacían recordar que todavía teníamos que seguir luchando”, dice Paola.
Ese compromiso se convirtió en parte de su identidad. Antes de ingresar a la UCA, hablar en público o cuestionar lo establecido le resultaba difícil. Dentro de la universidad, rodeada de compañeros y docentes que fomentaban el pensamiento crítico, aprendió que su voz también tenía valor.
“Al entrar a la universidad, me di cuenta que merecía también alzar mi voz y que nadie tenía el derecho de decirme que debía callar”, afirma.
Pero el cierre de la UCA en 2023 fue un golpe devastador. Estudiaba Ingeniería Civil y se encontraba en cuarto año cuando la noticia llegó. Los días previos estuvieron marcados por la incertidumbre: corrían rumores sobre la posible confiscación, y entre clases y prácticas de campo las conversaciones se centraban en el futuro incierto. Ese agosto, la oficialización de la medida confirmó sus peores temores.
En ese momento, además del impacto académico, Paola enfrentó riesgos personales. Dos días después del cierre, participó junto a otras cuatro estudiantes en una protesta contra la toma de la universidad. No tomaron precauciones de seguridad, y pronto fueron identificadas.
El 20 de agosto, la policía llegó a la casa de su abuela y confiscó una de sus computadoras, donde guardaba información académica valiosa. Ante el peligro, decidió salir del país y buscar refugio en Costa Rica.
El exilio trajo nuevos retos. Sin documentos oficiales de la universidad y con su carrera interrumpida, temió que cuatro años de esfuerzo quedaran en el olvido. Sin embargo, gracias a que sus registros académicos estaban almacenados digitalmente, pudo gestionar su traslado a la Universidad Rafael Landívar, en Guatemala.
Comenzó clases un mes después del inicio del semestre de 2024, pero el cambio no fue fácil, debido a la modalidad virtual, el desarraigo y la depresión que afectaron su rendimiento académico.
“Sentía que le estaba dando el gusto al régimen de dejarlo todo tirado. Se me complicó bastante porque no tenía todos los documentos de la universidad”, confiesa.
Aun así, siguió adelante, motivada por la memoria de su hermano y el compromiso de terminar sus estudios. Ahora cursa quinto año y espera graduarse en 2026.
El cierre de la UCA, dice, no solo afectó a los estudiantes activos, sino también a quienes ya habían egresado. El cambio de nombre, la alteración de los laboratorios y la imposición de un nuevo ambiente académico buscaban borrar la memoria de la institución jesuita.
“Quieren borrar la memoria de cómo se vino construyendo la UCA, quieren que la gente piense que ahí siempre estuvo la Casimiro Sotelo, pero la UCA tiene historia, tiene investigaciones de qué era la UCA, tiene una trayectoria y cómo ayudó a transformar a muchos estudiantes de Nicaragua”, afirma.
Para Paola, la universidad le dejó un legado imborrable.
“El principal legado que la UCA dejó en mí es que nunca nunca nos callemos y siempre expresemos lo que sentimos. Que a pesar de todas las adversidades que he pasado, sigo siendo valiente, sigo siendo resiliente. Una caída no me define como persona, sino que poco se construye el camino para llegar al final”, señala.
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En 2013, animado por su hermana y con la promesa de una beca, Isaac Mesa cruzó por primera vez las puertas de la UCA en Managua. No lo hizo solo para continuar su formación académica, sino para entrar a un espacio que pronto se convertiría en parte esencial de su identidad.
“Ella ya estudiaba Economía y me animó: ‘Andá, matricúlate. Mirá si dan becas, yo estoy becada de una buena universidad y a vos te gustan las leyes’. Fui hice mi examen y me dieron beca 100% de excelencia académica”, recuerda.
La pandemia, la crisis sociopolítica de 2018 y el exilio truncaron su meta de graduarse, pero no borraron las huellas que la UCA dejó en él.
Isaac empezó a estudiar Derecho en un ambiente y una gran “comunidad”.
“La UCA siempre fue una universidad de prestigio. Tenía una biblioteca jurídica inmensa, un tribunal para prácticas, y era una de sus mejores carreras con Periodismo. Si te graduabas de Derecho en la UCA tenías seguro un buen trabajo”, asegura Isaac.
Ese clima de libertad académica, dice, lo marcó profundamente. “Había profesores sandinistas y opositores y ellos tocaban ciertos temas”, señala.
Entre sus recuerdos más vívidos están las discusiones en clase de Derecho Constitucional, donde su profesor, un funcionario de la Asamblea Nacional, no rehuía confrontar la teoría con la realidad.
“Yo una vez levanté la mano y le dije: las leyes son muy bonitas, pero el papel aguanta todo. Él no se molestó, abrió el debate y dijo: ´Aquí hay cosas que ustedes van a ir aprendiendo y viendo, pero en la realidad funcionan diferentes´. Entonces, esas discrepancias son buenas en un bastión académico”, asegura.
“Realmente, esa universidad genera líderes, le cambia el pensamiento a la gente, te da un pensamiento más crítico, más objetivo, te aterriza a ver la realidad”, agrega.
Pero la universidad no era solo un lugar para aprender leyes. También era una comunidad. Isaac, que estudiaba de noche mientras trabajaba en el negocio familiar, pasaba las tardes en la biblioteca.
“En la biblioteca me encontraba con alumnos del turno de la mañana, alumnos del turno de la noche o de la tarde y ellos estaban siempre ahí pendientes: ‘¿Cómo estás?’, ‘Mira, ¿te traigo un café’. Ese era el ambiente, la comunidad que había”, recuerda.
Todo cambió en 2018. Isaac vivió de cerca las protestas estudiantiles y la noche en que la Juventud Sandinista atacó la UCA. “Nos estaban inaugurando una fachada nueva, algo que alegró a todos porque la universidad siempre priorizaba las becas sobre la infraestructura. Y ese mismo día nos atacan… fue indignante”, subraya.
Aquella fue la antesala de una etapa oscura que lo llevaría a la cárcel, a casas de seguridad y finalmente al exilio en noviembre de ese año.
Su salida de Nicaragua fue dolorosa y dejó heridas que aún no cierran. “Uno de mis duelos más grandes es no haber podido culminar mi carrera (…) Me borraron de primaria y secundaria”, señala.
En Costa Rica, la burocracia le cerró el paso a la universidad. Dos años después, un intento de secuestro lo obligó a dejar ese país y buscar refugio en Inglaterra.
Hoy, a punto de cumplir 33 años, Isaac estudia inglés y matemáticas en un college británico con la meta de ingresar a la Universidad de Birmingham mediante un programa de becas para refugiados.
“Después de siete años, recién estoy retomando el camino. Nunca había salido del seno familiar, y el exilio me pegó duro, tuve que asumir las responsabilidades de mi vida de todo”, dice.
A pesar de todo, no habla de la UCA con amargura, sino con un afecto que mezcla nostalgia e indignación. Para él, el cierre y confiscación de la universidad no es solo la pérdida de un centro académico, sino la desaparición de un semillero de pensamiento crítico y liderazgo en Nicaragua.
“A mí me transformó. Yo siento que en mí marcó un legado de hacer las cosas con ética, trabajar en comunidad, de crecer como líderes porque usted sabe muy bien que graduarse en Nicaragua o estudiar en universidad es como un privilegio dadas las condiciones económicas. A mí me gustaba ver que la gran mayoría de mis compañeros eran becados”, sostiene Isaac Meza.
Isaac cree que ese legado es irrompible. “La UCA me heredó un legado y un legado muy grande, el cual debemos de continuar porque en algún momento siento que vamos a poder volver y va a volver a ser la UCA. Volveríamos como académicos a ayudar a que nuestra universidad vuelva a existir”, finaliza.