Cuando apenas se vislumbra el sol, Verónica Aguirre ya tiene encendido el fogón para palmear tortillas. Dice que “cuánto más temprano lo haga”, más cliente puede atender y así no se hacen grandes filas. Todos los días se levanta a las cuatro de la mañana, para bañarse y alistarse, y de esa manera estar lista para hacer tortillas.

Con la ayuda de un nieto, Aguirre palmea tortillas de lunes a viernes y “recoge un dinerito” para no tener que depender totalmente de sus hijas. Aunque lo que genera con ese pequeño no es mucho, al menos le sirve para sus gastos personales, cuenta.

Al día, recoge en promedio C$500 córdobas, C$300 son utilizados nuevamente en la materia prima de las tortillas, C$100 son para su nieto, quien es el que lleva el maíz al molino y la asiste en todo lo que necesite, y C$100 córdobas le quedan a ella. Es decir, al final del mes, ella obtiene para sí misma alrededor de C$2 mil córdobas.

Sin embargo, los días que le toca citas médicas detiene la producción de tortillas y gana menos dinero en ese mes. “Mis citas me tocan unas dos veces al mes, aunque me toca ir más veces en ocasiones no voy, porque no quiero seguir perdiendo dinero. Además, cuando dejo de hacer tortillas también pierdo clientela”, expresa Aguirre, quien tiene 78 años.

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Con los C$2 mil córdobas que ella genera, logra pagar sus medicamentos para la insuficiencia cardíaca que tiene, que son al menos C$1 mil córdobas, y los otros C$1 mil córdobas los ocupa para su pasaje cuando de moviliza al médico y los desayunos si se va sin comer.

“Solo una pastilla a mí me cuesta hasta C$50 córdobas a veces, y me piden un tratamiento de hasta un mes, o la caja de pastilla cuesta C$300 pesos. En ocasiones compro los que puedo, otras veces son mis hijas las que me los compran. Como no tengo ningún tipo de seguro, no siempre me dan las pastillas que necesito en los hospitales”, explica Aguirre.

En realidad, son sus dos hijas de 40 y 45 años quienes cubren la totalidad de los gastos en el hogar. Desde el pago de la casa donde viven todas juntas, hasta los servicios básicos, alimentos, productos de higiene y cualquier gasto que salga.

Si Aguirre necesita cambiar su cepillo dental, comprar desodorante o cualquier otro elemento de uso personal, depende de sus hijas para obtenerlo. Si ella ya ocupó su dinero obtenido por la venta de tortilla y necesita movilizarse, también depende de sus hijas para hacerlo.

“Yo amo a mis hijas y estoy agradecida, pero no me gusta depender de ellas. A veces necesito comprar mis propios calzones y no les digo nada porque me da pena. Yo sé que ellas lo hacen con todo el amor del mundo, pero me siento muy limitada. Si quiero comprarme algo no puedo”, manifiesta.

Una vida de trabajos informales

“Doña Verónica” como le dicen en su barrio, es originaria de León, pero desde hace cuatro años que vive en Managua, ya que sus dos hijas se mudaron a la capital por trabajo y no la querían dejar sola en aquella ciudad y sin ningún tipo de ingreso.

“Como yo no trabajaba allá, ellas me mantenían, y cuando se fueron a Managua yo me iba a quedar sola. Así que ellas me dijeron que tenía que mudarme con ellas y mis nietos”, relata.

Durante toda su vida, Aguirre se dedicó a la venta de dulces típicos, rosquillas o tortillas en León, y cuando no tenía que vender, entonces trabajaba en labores domésticas, lavando o planchando ropa. De esa forma lograba mantener a sus hijas, a las cuales desde su nacimiento las crió sola.

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“El padre de mis hijas se fue porque es un irresponsable y yo dije que no me podía echar a morir. Me puse a vender de todo y a hacer de todo”, expresa Aguirre. De esa manera logró que sus hijas culminaran sus estudios y se profesionalizaran. 

Aunque señala que siempre fue una mujer independiente y no le gustaba depender de nadie más, a partir de los 50 años comenzó a sufrir insuficiencia cardíaca, impidiéndole trabajar como acostumbraba.

Todos los trabajos que Aguirre realizaba tanto en la venta de productos en el mercado como haciendo labores domésticas en casas, implicaban hacer uso de un gran esfuerzo físico, lo que era contraproducente para su salud.

Comprar los productos y revenderlos de manera ambulante; palmear tortillas hasta 12 horas en un día; o lavar y planchar 80 piezas de ropa, todo eso le hacía daño en su corazón. Sin embargo, siempre lo hacía para poder sobrevivir, indica.

Si bien recibió atención médica durante un tiempo en los hospitales públicos de su ciudad, hacerlo significaba perder días de trabajo, y no tenía dinero para comprarse sus tratamientos, pues en su hospital no tenían las pastillas que necesitaban. Así que durante unos 20 años no se trató adecuadamente la enfermedad.

“Había días en los que no podía trabajar y descansaba, pero siempre andaba activa. Mis hijas se habían ido de la casa, tenían sus hijos. Yo me había quedado sola en mi chozita y necesitaba comer, así que siempre trabajaba”, relata Aguirre.

Hasta que a sus 70 años tuvo su primer microinfarto. Era mediodía, Aguirre palmeaba tortillas como de costumbre fuera de su casa y la gente llegaba a comprar para el almuerzo. Ese día, recuerda que iba a trabajar “la jornada completa”, es decir, iba a hacer tortillas para el desayuno, almuerzo y cena, con un descanso en la tarde.

“Yo ya me había relajado un poco y solo hacía tortilla en la mañana o a la hora del almuerzo, pero necesitaba dinerito ese día e iba a trabajar para los tres tiempos de comida. Pero de repente me dio un vértigo en el corazón y sinceramente no me acuerdo más”, relata.

Aguirre solo recuerda que se despertó en el hospital y sus hijas ya habían tomado la decisión de hacerse cargo completamente de ella. Eso significaba que iba a vivir con alguna de ellas y debía dejar de trabajar.

“Depender de mis hijas es vivir sin poder hacer nada”

“A veces quería irme a vivir a mi casa de nuevo y seguir trabajando, pero el cuerpo ya no me daba. Ahora solo lo que necesitaba debía pedírselo a mis hijas, si necesitaba unos zapatos, un brasier o qué se yo, se los debía informar. No me gustaba eso”, explica.

Aunque sus hijas intentaron convencerla de vender su casa, Aguirre se negó por el cariño que le tenía a su hogar. Pero en el 2018, cuando se mudaron a la capital, no tuvo otra opción más que aceptar.

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Con el dinero de la venta de la casa, sus hijas pagaron la prima de la casa que adquirieron en Managua, y le construyeron un cuarto aparte para que tuviera su propio espacio.

Y debido a que no quería depender “totalmente” de ellas, desde hace un año, retomó la venta de tortillas, pese a las negativas de sus hijas. Ahora palmea únicamente en la mañana y cuenta con la ayuda de su nieto mayor de 18 años.

“Es feo depender de los hijos porque uno se siente inútil y que no ha hecho nada, pero reconozco que no puedo mantenerme sola, ya no puedo”, expresa.

Ella señala que tiene planeado continuar palmeando hasta que pueda, pero esta vez respetando sus limitaciones. “Ni modo, ya soy mantenida, ya no me valgo por mí misma, pero sí que voy a seguir haciendo lo mío para ayudarme aunque sea en algo”, dice.

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