Antes de ir al Policlínico Iraní a vacunarme, preparé un bolso con una botella de agua, una sombrilla, un protector solar y unos lentes de sol. Son las 12:30 del medio día del martes 26 de octubre. Me agarró la tarde y no me dio tiempo de almorzar, así que también empaco unas galletas para matar el hambre. El sol está dando todo su fulgor y se hace notar con el calor. Recordando las kilométricas filas de la jornada de vacunación pasada, lo más probable es que estuviera igual de lleno y me tocara estar de pie durante horas asoleándome.

Discuto si llevar el banquito de la vecina o no. Todavía no sabía cuánto tiempo iba a tardar haciendo la fila. Mis familiares que ya se habían vacunado, tardaron hasta 10 horas sin sentarse en ningún momento, y terminaron con dolores de pie y espalda durante días. Con solo recordar las filas del Hospital Manolo Morales o del Berta Calderón se me baja la presión. Definitivamente quería hacer la espera lo más cómoda posible, pero tampoco quería encontrarme con el dilema de no saber qué hacer con el banco ya dentro del lugar. Así que finalmente me arriesgo a no llevarlo porque probablemente solo me estorbe.

Camino apurada al Policlínico que queda a tan solo tres cuadras de mi casa en Villa Libertad. Había sido testigo de todas las jornadas de vacunaciones pasadas, y de todas las polémicas que ocurrían con la gente que vendía lugares en la fila, con la gente que lograba colarse, y con la gente que tenía conectes y la ubicaban adelante. Sospecho que esas aglomeraciones se van a replicar en este segundo día de la jornada.

En la primera cuadra veo a una muchacha joven agarrando su brazo izquierdo sosteniendo el algodón. Recién vacunada definitivamente. Se mira universitaria, de unos 25 años. Preocupada por lo tarde que voy le pregunto cómo está la fila. Me sonríe y me dice que no me preocupe, que están vacunando rápido. Le doy las gracias y camino más rápido aún cuesta arriba.

Cuando me aproximo a la segunda cuadra me sorprende no ver a nadie. La última vez había tanta gente que la fila se extendía hasta más de cuatro cuadras. Las calles tampoco estaban cerradas por los policías, ni el montón de vendedores y vendedoras, solo algunas mujeres debajo de unos toldos ofreciendo quesillos y gaseosas. La cuadra está vacía y parece un día normal como cualquier otro.

Llego al Policlínico, un centro de paredes rosadas y barrotes pintados con los colores del arcoíris. Los colores favoritos del régimen. Totalmente desorientada por la ausencia de personas le pregunto a la primera mujer que veo si están vacunando, me dice que sí, que camine recto y doble a la izquierda. Le agradezco y sigo su dirección. Comienzo a alegrarme poco a poco. Probablemente me iba a poder vacunar en tan solo un par de horas. 

Avisto a unas cuantas personas sentadas, me adentro más y encuentro la fila. Una hilera de sillas divididas en líneas de tres sin tener el metro de distancia recomendado por la OMS. Después de la hilera de sillas la fila continuaba con un grupo que estaba sentado en un muro.

Analizo cada uno de los rostros a medida que camino, intentando distinguir sus edades debajo de las mascarillas. La mayoría parece mayor de 25 años, destacaba la gente 30, habían algunos cuantos aproximándose a la tercera edad, y solo un par de adolescentes y niños acompañados de sus padres y sus madres.

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De acuerdo a las estimaciones de UNFPA, el 52.56% de la población nicaragüense son mujeres y hombres menores de 30 años, es decir alrededor 3.4 millones de personas. Ligeramente mayor a la mitad de la población total, sin embargo, en este Policlínico habían unas 500 personas como máximo, mientras que las autoridades hondureñas reportaban más de 8 mil nicaragüenses en sus fronteras buscando otra vacuna.

Cuando se anunció que la vacuna Sputnik Light iba a ser administrada en las personas menores de 30 años, causó furor en redes sociales. La juventud estalló en críticas y discusiones. Mientras que unos decían que el Gobierno iba a experimentar con vacunas no aprobadas por la OMS, otros decían que lo más importante es vacunarse y protegerse.

Terror, angustia, emoción, alivio. Todo mundo tenía una opinión sobre la vacuna rusa de dosis única. “Tiene mejor eficacia que la AstraZeneca”, “no hay evidencia científica que lo avale”, “tiene una publicación en The Lancet”. Información contradictoria iba y venía. Lo cierto es que la vacuna solo estaba autorizada en 18 países, con una eficacia del 79.4% según sus creadores, el Centro Nacional de Investigación de Epidemiología y Microbiología Gamaleya, Moscú.

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No obstante, hasta el 20 de octubre el Observatorio Ciudadano de COVID-19 reportó más de 31 mil casos sospechosos en el país y 5,887 posibles muertes, siendo septiembre el mes más mortal en esta pandemia. Estar protegida de alguna manera era mejor que enfrentarme a la enfermedad del coronavirus. Personas cercanas me habían ofrecido viajar hasta el país vecino para conseguir la Pfizer, pero el viaje de más de seis horas y los gastos económicos para cruzar la frontera eran cosas que me desanimaban.

Muchos preferían la Pfizer no solo por la aprobación de la OMS, sino porque también es admitida en todos los países, a diferencia de las dos Sputnik.  Sin embargo,  para mí era mucho más fácil caminar tres cuadras hasta el Policlínico, que cruzar el país entero y un río.

Me ubico al final de la fila y me siento en el muro con los demás. Un enorme árbol nos protege del sol, así que no requiero ni de mis lentes, ni de la sombrilla. El ambiente es mucho más callado de lo que esperaba. Al ser esta una de las poblaciones más jóvenes, por alguna razón esperaba grupos de chavalos y chavalas haciendo desorden, chileando, riendo, pero todo era silencio.

Algunas personas van acompañadas, otras solas. Totalmente diferente a la jornada anterior. Se escucha algún ruido de afuera, vendedores de raspado o de helados tocando sus campanitas, por lo demás, todo está en completa tranquilidad. La fila no se mueve y tampoco veo a ninguna enfermera inyectando. Es como si todo estuviera detenido en el tiempo.

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—Muchacha ¿Por qué la fila no se mueve? — le pregunto a la mujer de al lado. Es delgada, se mira mayor de 30 años y tiene una niña pequeña colgada en sus brazos. Levanta los hombros en señal de desconocimiento.

—No sé. Cuando vine ya estaba así y ya llevo rato. Seguro se les acabaron las vacunas.

—¿Y hace cuánto vino usted?

—Uuuh. Más de una hora y la niña ya se está muriendo de hambre.

Al escuchar nuestra conversación más gente cerca se acerca y comienzan a especular.

—Se les acabaron las cartillas de vacunación. Eso fue.

—No, deben estar almorzando. Son las 12 y 50.

—O están descongelando las vacunas.

—Yo no sé, solo sé que dijeron que a las 4 los médicos se van a sus casas y ya vamos para las una.

Comienzan las caras de preocupación y las quejas porque nadie daba información. Poco a poco más personas llegan y se ubican detrás de mí. El primero es un muchacho de 28 años, se llama Jonathan y vive en un barrio aledaño. Me cuenta que en la jornada anterior intentó vacunarse alegando que tenía 34 años, pero cuando le pidieron la cédula no se lo permitieron. Hizo una fila de 6 horas “de balde” porque “se las quería dar de vivo”, se queja. Toda su familia ya se había vacunado y como siempre ocupa el transporte público para él era urgente estar inoculado.

Jonathan trabaja en albañilería y no parece que tuviera 28 años, por eso logró engañar tan fácil a todas las personas a su alrededor cuando intentó vacunarse la primera vez. Relata que antes estaba preocupado porque no se sabía si la gente de su edad se iba a vacunar, y que no le importa que la vacuna rusa sea nueva, ni aprobada internacionalmente. Dice que él no le entiende a esas cosas, pero estar protegido es su objetivo.

Es un poco tímido y habla bajito, pero el aburrimiento de la espera lo hace abrirse conmigo. Él tampoco almorzó esperando que fuera una cosa rápida y las tripas le comienzan a rugir.

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El muchacho detrás de Jonathan se llama Ramón, tiene 33 años y hasta hoy se dio cuenta que podía vacunarse. Él se ve más impaciente, mirando de un lado a otro, esperando que de repente avisen que se reanudó la vacunación. Está recién bañado y lleva unas chinelas. Le preguntó por qué no se vacunó en septiembre con los de su edad.

“¿Por qué no me vacuné la vez pasada? Fijate que trabajo desde casa desde hace un año y paso encerrado todo el día sin ver noticias. De casualidad pasaba por aquí y escuché que estaban vacunando, así que me vine de un solo”, se ríe con la espontaneidad que cuenta cómo surgió el plan de vacunarse. “Pero ya estás aquí”, le digo. “Ideay, ya estamos en lo que estamos”, me responde.

La mujer que va delante mío ya está vacunada con la AstraZeneca, al igual que toda su familia, y tiene planeado vacunar a su hija de 5 años, pero no está segura si esta es la fila correcta porque escuchó que los menores de edad tenían su propia fila. Sin embargo, no hay nadie que de orientaciones y aclare dudas. Es como si en el policlínico solo estuviéramos las personas de la fila.

Foto: La Lupa

A las dos horas de mucho silencio y solo un par de charlas cortas comienza a haber un poco más de actividad. Aparecen dos jóvenes con unas gorras, unas pañoletas rojinegras atadas al cuello y con unas libretas. Se miran tan solo de 20 años y tienen camisetas partidistas. La camisa del muchacho decía “Juventud Sandinista. Todos vamos por la 2” con el rostro de Daniel Ortega serigrafiado, y la camisa de la muchacha decía “UNEN. Vamos por más victorias”, esta vez con el rostro de Ortega y de Rosario Murillo sonriendo.

Los muchachos solicitan las cédulas de las personas que están sentadas primero, les hacen firmar un documento y los meten dentro del edificio en grupos de 10. Todos los que estamos sentados nos ponemos de pie para adelantarnos. La gente comienza a hablar con más ánimo diciendo que probablemente salgamos temprano.

Después llega otra mujer igualmente uniformada con el rojo y negro, explicando que los menores de edad deben estar acompañados de sus tutores, y que si hay algún niño o niña debe entrar en el edificio para hacer la otra fila. Varias personas salen de la fila y acatan las orientaciones de la mujer.

La fila avanza rápidamente, alrededor de cada 10 minutos se llevan un grupo, y en cuestión de un rato mis compañeros de fila y yo llegamos a las sillas. Siguen repitiendo que a las 4 de la tarde el personal médico se va y que no vamos a lograr vacunarnos a tiempo, ya son las 3 pm. Les digo que no creo que sea así porque cuando mi mamá se vacunó terminaron hasta las 10 de la noche, pero en realidad, no sabemos nada, así que hacemos bromas diciendo que nos vamos a quedar a dormir aquí.

El sol ya no está en su máxima expresión y no hace tanto calor como antes. Al rato se escuchan gritos y llantos dentro del edificio del policlínico. Son los niños y las niñas que están siendo vacunados. “¡Mamá, nooo!”, gimotea un niño a gritos. Las personas sentadas afuera escuchando se ríen de los pequeños. Los gritos continuaron unos 10 minutos hasta que salieron por la puerta de atrás sosteniendo sus bracitos con un algodón y sus mamás limpiándoles los mocos.

Si la gente desconfía de la Sputnik Light, desconfía más en la Soberana 02, la Soberana Plus y la Abadala, las primeras vacunas aplicadas en menores de edad y de origen cubano. Muy poco se sabe sobre ellas todavía. La combinación de dos dosis de la vacuna Soberana 02 y una de Soberana Plus tiene una eficacia de 91,2%, según la fase 3 del ensayo clínico realizado en ocho municipios de La Habana, aunque estos resultados no se han reconocido internacionalmente.

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Mientras que el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, creador de la vacuna Abdala, asegura que tiene una eficacia del 100% tanto en la prevención de la enfermedad severa, como en la muerte por la COVID-19, resultados también sacados de un ensayo clínico en fase 3 y tampoco comprobados por organismos de salud internacionales.

Lo cierto es que en el segundo día de la jornada de vacunación hay menos de 50 niñas y niños en el Policlínico Iraní en ese momento. Los grupos de 10 personas continúan vacunándose, y la fila es más rápida. Los dos muchachos de las pañoletas rojinegra también continúan con labor y deciden poner música en un celular “para aligerar el ambiente”.

“Aunque te duela, aunque te duela, Daniel, Daniel, aquí se queda. Daniel, Daniel, el pueblo está con él”, se escucha en la bocina del teléfono. El repertorio de música sandinista se mantuvo a lo largo de la jornada.

A medida que avanzo, el muchacho de la JS llega donde mí, me pide mi cédula, me pregunta si mi dirección está actualizada y me solicita mi número de teléfono. A los minutos me entregan un documento característico del Gobierno. En una esquina está el escudo nacional de diferentes colores con las frases “Unida Nicaragua Triunfa”, “Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional”, y en la otra esquina “2021, Esperanzas Victoriosas!, Todo con amor!”.

El papel básicamente dice que el Gobierno no se hace responsable de las consecuencias que pueda traer la vacuna, y que estoy satisfecha con la información que me brindaron sobre la aplicación de la misma, aunque no me explicaron nada. Todas las personas a mi alrededor firman sin ningún problema, yo le tomo foto a lo que estoy firmando, entrego el documento y nos hacen entrar al edificio del Policlínico.

Hay chimbombas rojas y negras pegadas en el techo, también hay unas chimbombas rosadas y celestes. Ya no hay menores de edad siendo vacunados, solo las personas adultas. Paso donde una enfermera que me da mi cartilla de vacunación y me fijo que escriba bien el nombre de la vacuna, ya que en redes sociales la gente había expuesto que escribían de diferentes maneras el nombre Sputnik Light, y que luego esto podía traer problemas al viajar.

Jonathan me pregunta si será dolorosa la vacuna y qué efectos tendrá. Ramón le contesta que probablemente solo sea una calentura y que el pinchazo es lo único que debe doler. Mientras tanto, una jovencita se ríe histérica cuando la inyectan, y el grupo que la acompañan también se ríen con ella. “Me dolió la vida”, dice mientras se soba el brazo, la gente se ríe detrás, un poco nerviosa a ese punto.

Cuando es mi turno entrego mi cartilla, la enfermera pone la sella con su código MINSA, otra enfermera se me acerca, me limpia el brazo con un algodón y me dice que respire mientras introduce la aguja. Se siente igual de dolorosa que una penicilina, pero el muchacho de al lado me dice que ni cuenta se dio cuando se la pusieron.

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Nosotros somos casi los últimos y cuando salgo del edificio ya no hay nadie en las sillas. Son un poco más de las 5 de la tarde, el sol ya busca como ocultarse. Es octubre y anochece más temprano. Afuera del policlínico casi no hay personas vendiendo, solo la misma muchacha que vendía quesillos desde temprano. Le compro uno y me voy a mi casa.

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