En 1974, la artista serbia Marina Abramovic montó el performance titulado Rythm 0 (Ritmo Cero), una de las obras más controversiales de su carrera. Invitó al público a participar con la siguiente consigna: “En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto”. Durante al menos 6 horas, Marina permaneció inmóvil y fue receptora de todo tipo de agresiones físicas y sexuales. A pesar de que al principio la gente se aproximaba con cierto cuidado, al pasar un tiempo se rompió el umbral de la autocensura humana. Su cuerpo fue cortado, manoseado, amenazado con una pistola cargada apuntando hacia su cabeza, desnudado violentamente al cortar su ropa con una tijera, recostado con un cuchillo entre sus piernas. Las conductas crueles y sádicas más variadas fueron puestas en evidencia en un sólo lugar, entre personas absolutamente desconocidas, sin premeditación ni mutuo acuerdo, escalando a un nivel de violencia que sólo los administradores del sitio pudieron detener.
Marina cuenta que entre lágrimas, comenzó a mover su cuerpo ultrajado por la sala mientras se sentía temblar sin control. El público huyó del lugar apenas ella recobró el movimiento: “Ellos no fueron capaces de confrontarme como persona. Quería saber qué tan lejos podían llegar… me sentí violada”. ¿Marina dio permiso a las agresiones que recibió al exponerse al público?
Las múltiples e históricas experiencias de violencia sexual hacia las mujeres, nos han proporcionado suficiente evidencia para confirmar que los cuerpos femeninos y también feminizados son despojados de su identidad y de su voluntad para justificar las agresiones hacia éstos. En todas las estructuras de nuestra sociedad nos han convencido de que las mujeres elegimos ocupar un lugar de exposición al público desde donde transmitimos implícitamente que merecemos ser violadas o ser convertidas en objeto, como castigo por un comportamiento sexual reprochable y vergonzoso —que muchas veces ni en privado deberíamos tener—.
La dimensión digital de estas violencias refuerza las mismas creencias, sobre todo en los casos de propalación —término jurídico contemplado en el artículo 195 de la Ley 779 de Nicaragua, referido a las conductas de distribución pública y venta de información digital privada de índole sexual, sin el consentimiento de las personas que figuran en ella— sin embargo, debido a que “el público” nunca llega a tener contacto físico con las víctimas, se asume muy convenientemente que no producen daño sobre ellas, por lo tanto, no hay ninguna responsabilidad de la que hacerse cargo.
Al menos dos principios rigen este pensamiento objetivizador en el mundo digital. Por un lado, que el cuerpo que no es tocado, no sufre ni siente dolor al ser expuesto. Desde esta perspectiva, la magnitud del daño no sólo es medida a través de lo físico, sino también a través de lo visual: “Ni la toqué, ni la veo sufriendo, más bien disfrutando”. Esta es una de las razones por la cual las víctimas suelen confundirse por lo que sienten, desenfocando la atención en la responsabilidad de los agresores y en sus redes de complicidad e impunidad, y dando más espacio a la culpa y a la vergüenza.
Por otro lado, existe la convicción machista de que el cuerpo femenino expuesto queda al servicio del placer principalmente masculino, pero también al servicio del mercado erótico y del entretenimiento colectivo en redes sociales. Con frecuencia esto incluye a otras mujeres. De manera que “el objeto” corporal ya no sólo es abusado sino que además se convierte en un producto de explotación sexual a costa del sufrimiento que causa. Una verdadera práctica de crueldad.
Protección versus abandono
A pesar de que gran parte de los esfuerzos por proteger a las víctimas de la violencia digital, consiste en facilitar mecanismos jurídicos y herramientas digitales para defenderse de los agresores, aún existen dificultades importantes en el manejo del daño social y psicológico. Las leyes jurídicas en estos casos siguen estando atravesadas de punta a punta por las leyes políticas, culturales, familiares y religiosas. En el marco legal se utiliza con frecuencia el término de lesiones psicológicas, de leves a graves, pero ni siquiera existen criterios claros para evaluarlos, mucho menos para abordarlos con las propias víctimas y sus familias porque trastocan la vida privada. Es así que muchos casos terminan siendo desestimados a veces sin haber avanzado mucho. Las víctimas acaban sintiéndose abandonadas, solas, sin tener dónde o con quién acudir, ya no sólo para obtener un mínimo de justicia, sino también para darle sentido a tanto dolor, para confirmar que no están locas, que no están exagerando el daño que la violencia digital les ha causado. Por eso, es indispensable comprender la urgencia de brindar diversas formas de protección que no estén condicionadas al aspecto legal, sin renunciar a las demandas de que el sistema responda y haga su trabajo.
Desde lo familiar es vital evitar cualquier tipo de cuestionamiento moral a la conducta sexual de la víctima y a la acción específica de haber producido el material gráfico. Esto para no revictimizarla ni aumentar su sufrimiento. Es común que, en el afán por dar una lección, la familia adquiera un rol de corrección punitiva que lejos de proteger, aísla. Esta es otra forma de abandono, pero afectivo. Es cuando más probabilidades surgen de que la víctima sufra crisis de angustia y depresión con riesgo de suicidio. Sin duda duele que te culpen en general por la violencia que estás sufriendo, pero duele más cuando te culpan las personas a quienes querés.
Todos los tipos de violencia cansan, drenan la poca energía que queda, pero la digital es especialmente persistente por la facilidad y la inmediatez con que circula nuestra información privada.
Es totalmente válido que la familia no siempre sepa qué hacer, que atraviese incluso sus propias crisis de vergüenza y culpa. De ahí la necesidad de reconocer el apoyo social. El silencio, el aislamiento puede ocurrir en varios niveles, generando la misma carga emocional y la sensación de que no hay salida.
Todos los tipos de violencia cansan, drenan la poca energía que queda, pero la digital es especialmente persistente por la facilidad y la inmediatez con que circula nuestra información privada. Es un recordatorio visual constante que martilla la cabeza y el cuerpo.
Si no podemos controlar la difusión a pesar de los esfuerzos, es necesario aprender a regular las energías emocionales, por ejemplo, evitando monitorear las redes a cada momento para rastrear hasta dónde ha llegado el material; compartiendo la situación con personas conocidas haciéndoles saber que el sufrimiento y el daño es real; escribiendo o grabando testimonios que ayudan a “humanizar” a la víctima para sacarla de la ficción del cuerpo-objeto. Prestar atención al estigma social es igual de importante. Después de la familia, los amigos y compañeros de clase/trabajo son el segundo espacio de contención más efectivo, pero puede fácilmente convertirse en otra fuente de violencia cuando culpabiliza, humilla y minimiza el dolor. O peor aún, cuando también participa del “espectáculo” de la crueldad.
Quedan muchas peleas que reclamar, pero antes, mucha energía que recuperar, abrazos que ofrecer sintiéndonos seguras, poniendo el cuerpo hacia un placer íntimo sin ataques, culpas ni castigos grandes o pequeños, temporales o eternos. En libertad.