#Opinión | Nicaragua: El tirano no tiene quien le llore

Anunciarán la muerte del tirano y los lagrimales del pueblo permanecerán secos e inmutables. Nadie llorará. Solo se oirá el correr quedito del susurro escabulléndose por el país entero, entre barrios, ciudades y comarcas, con las maldiciones para su alma negra, que vagará torturada por los espíritus de los inocentes que mandó a matar.
Ese día, los volcanes vomitarán lava y fuego porque ni si quiera nuestra tierra querrá su cuerpo en sus entrañas.
Meses atrás, su mujer, la copresidenta, sin aprobación, sin voto y sin ley, inició un frenesí de cambios. No era la consabida paranoia por saberse odiada. No…no era eso. No habló, sólo inició una vorágine de desplazamientos entre sus serviles. Ella, que se sabe, ni histórica ni carismática, dudaba de la fidelidad de muchos domésticos, sobre todo de los gorilas, militares de barrigas prominentes que prometieron lealtad al marido que desaparecerá sin pena y sin gloria.
Casa por cárcel o encierro en las mazmorras es la receta que ordenó, cuando vislumbró que el autarca ya no coordinaba sus ideas, divagaba, vacilaba, repetía, y la hipertensión primaria ya no era tan primaria y se cansaba más.
La nueva oleada de persecución no iba solo tras los irreverentes de abril, también encarriló su espanto a los militantes de su partido que allá por 2000 quedó reducido a símbolos vacíos, sin debate, sin mística revolucionaria, solo clientelismo y sometimiento a la familia.
El trono vacante trae peligrosas tentaciones- se dijo. Se dispuso a preparar el camino de la sucesión del nuevo aprendiz de dictador, su chigüín más dispuesto, de entre la prole de siete, enviándolo a eventos internacionales de rusos y chinos, nuevos aliados y protectorados a cambio de los recursos naturales del empobrecido país y de su estratégica posición geopolítica en Centroamérica.
El enviado plenipotenciario es recibido en su periplo asiático sin especial condescendencia; cumple con la debida genuflexión, trasmite los respectivos saludos melosos y pasa a ocupar su lugar atrás donde apenas se le ve la alopécica cabeza. El hijo de papá y mamá, no cabe en su desborde de efímero protagonismo.
Prosiguiendo con el funeral, ese día, los omnipresentes crotos multicolores que abrumaban en los actos públicos, serán menos vistosos y la copresidenta, no convencida ante la poca congoja que observará en los rostros de los obligados asistir a la ceremonia, enviará a buscar a las lloronas de los pueblos para darle el toque melodramático a la escena. Y le costará encontrar un clérigo que dé el réquiem ante la escasez de sacerdotes que persiguió y expulsó, porque no callaron desde los púlpitos, ni fueron complacientes ante el dolor y las desapariciones.
Sonarán en la plaza las estériles consignas que dejó dictadas el presidente para que las repitieran monótonamente en su sepelio. Redundarán las promesas incumplidas, la prosperidad que nunca asomó al país en 23 años de nepotismo, la cantaleta de la soberanía mancillada y del antiimperialismo con que escudó sus aberraciones.
Todo se mezclará con el aire fétido del cuerpo inerte que inició su descomposición y ni siquiera las coronas fúnebres aplacarán el hedor, aunque muchos aseguran que en vida siempre lo acompañó ese olorcito.
La “señora de los anillos” siempre quiso emular las ceremonias de masa de la cercana isla grande caribeña. La solemnidad y veneración que le rendían los isleños a su líder histórico. Pero ella olvida, que la altura política de ese hombre nunca se podrá comparar con su esposo, un tiranuelo de tercera, ladrón consistente, maldito estigma de las estirpes sangrientas de nuestro país, que pretende ser recordado como líder, pero sólo será un vulgar gusano rastrero que únicamente será nombrado en los anales de nuestra historia por las esporas de dolor y muerte que dejó en nuestro pueblo.
La muerte del tirano no amainará el dolor de las madres por los hijos ausentes. Aquellos 300 irreverentes que salieron a pedir una patria más justa y no regresaron. Ese dolor desgarrador les quedó en las uñas, en las entrañas, nunca desaparecerá y aún no existe una palabra exacta en el diccionario que defina semejante ausencia. “El tiempo lo olvida todo”, es una mentira piadosa de los bienintencionados.
Y la hijastra violada y acusada de loca por haberse atrevido a denunciar 20 años de acoso sexual en el bunker familiar, no oirá nunca el arrepentimiento del padrastro ni la de su madre a la permisividad del incesto. Solo le queda a la hija la dignidad de su verdad, la que nunca negoció.
Ese día, un hilito de alegría palpitará en el pecho de la india miskita. Volverá a su pequeña parcela de la cual un día fue expulsada por colonos amparados por la policía.
Y los campesinos arando campos en tierra ajena, volverán a ver sus sembrados de sol de encendidos oros.
Y la mujer indígena mayangna cumplirá su promesa de regresar a la aldea y ver la tumba donde quedó su hijo de 11 años, que enfrentó al paramilitar.
Y la guerrillera que perdió la voz en los 20 meses de oscuro confinamiento solitario, sabrá que no fue en vano la lucha de toda su vida. La misma obstinación de cientos de mujeres que el misógino dictador no pudo resquebrajar.
Y los desterrados, lejos, sobreviviendo, desamparados, sin pasaporte, sin papeles, sin identidad y sin visa, seguirán luchando y solo volverán a tener lágrimas cuando besen el suelo de la Patria y se fusionarán en un solo abrazo con los que se quedaron y enfrentaron la oscuridad desde sus entrañas.
Volverán los que se negaron a callar, los que no negociaron sus ideales de justicia ni dejaron que el dolor los paralizara.
Volverán a tomar lo que es suyo. Volverán a ver a sus muertos. Volverán a respirar como pedía en su agonía el niño Conrado. Porque los tiranos desaparecen y la barbarie también.
*La autora es actriz y Comunicadora Social.