Una pelotita en la mama izquierda le empezó a incomodar a Eliza. Si bien no era un dolor intenso, le despertó la alarma de que debía ir al médico. Lo hizo, pero hasta que empezó con picazón en el mismo seno. Fue a una clínica privada en Boaco, ahí le hicieron el chequeo e incluso una biopsia de la pelotita. Los resultados dieron negativo a cáncer.

Siguiendo con su rutina de vida, decidió irse de paseo con su hijo menor a Estados Unidos, quince días estuvo en ese país, fue a las playas de Miami y a su regreso a Nicaragua la mama explorada se enrojeció por completo. Ante estos síntomas, fue nuevamente al médico. Esta vez a Managua.

Ya en la capital, le repitieron los exámenes en el hospital de referencia nacional para la mujer, el Bertha Calderón. Ahí Eliza recibió la noticia de que tenía cáncer de mama. En cuanto salió de ese consultorio llamó a sus hermanas que estaban en un cerro de Boaco, buscando señal para recibir esa llamada telefónica.

“Nosotras estábamos muy nerviosas y presentimos  que algo malo iba a pasar y fue así.Cuando me llamó del hospital, sentí como que el mundo se me vino encima.Sentí como la muerte sobre mí, como que  algo por dentro de mí estaba pasando, algo terrible”, expresa Milena, hermana de Eliza.

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En noviembre de 2015, Milena viajó a Managua junto con su hermana Eliza para comenzar el tratamiento. Aunque los médicos nos daban esperanzas, ellas tenían fe de que iba a funcionar el tratamiento. No llegaron a amputarle el pecho. El cáncer estaba avanzado.

En ese tiempo de tratamiento, Milena y su sobrina (hija de la paciente con cáncer), se turnaban para cuidarle. Las pocas horas que Eliza dormía. Milena y su sobrina las utilizaban para drenar su dolor e impotencia. Lloraban en silencio y hacían todo lo posible para que ella no notara la tristeza que les embargaba.

“Ese sufrimiento es grandísimo.Ver el día a día, como se va desgastando,esa enfermedad va consumiendo a la persona, ver que ese tratamiento no le llegaba, en algún momento vimos que unos días, unos meses como que se iba recuperando, pero después pues le venía peor. Aquellas quimioterapias era como echarlas al agua. Aquel sufrimiento terrible, y aquel dolor, para ese dolor no hay medicamento”, detalla Milena, con la voz entrecortada.

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Esta enfermedad indirectamente ataca a los familiares de los pacientes. Milena asegura que hablar de cáncer le remueve todo lo que vivió con su hermana.

“Nosotras nos apegamos a Dios completamente con toda la fe y esa fe nos fortalecía y a ella también. Nosotras pasábamos sentadas en un asiento, cuando ella estaba con ese dolor, esa fatiga, las sobábamos. Yo decía en mí interior cómo estoy con ella aquí viéndola y ya dentro de poco quizás ya no poder estar viéndola. Esos momentos eran muy dolorosos para mí, verla como sufría, cuando se quedaba dormida, como descansaba, eso era día tras día”,  recuerda Milena.

Mientras se seca las lágrimas que aún le produce el recordar el dolor que vivió su hermana, nos explica que en general la familia nunca hablaba con ella de la enfermedad en sí, siempre las pláticas eran de temas ajenos a su padecimiento y con vistas al futuro.

“Los momentos que estaba bien, sin dolor, como si estaba buena nosotros platicamos de una cosa, de otra, de la casa de la familia. Nosotros siempre le hablamos positivamente, nunca le insinuamos de que ella iba a faltar en algún momento, siempre hablábamos del futuro de que todo iba a estar bien para que ella estuviera tranquila”, narra Milena.

En ese ciclo de diagnóstico, tratamiento, recuperación y hospitalización, Milena dice que para su hermana lo más duro de toda la enfermedad fue el momento en que perdió su cabello. Era una mujer de cabello rizado. Y de un momento a otro lo perdió por el mismo tratamiento.

“Ella lloraba cuando se miraba y nosotras también llorábamos mucho al verla sin su cabello. Ese proceso lo describiría como el más doloroso”, admite Milena.

Previó al diagnóstico de su hermana en la familia no tenía antecedentes de cáncer, fue el primero. Jamás pensaron que le tocaría a ella. Pues era la hermana mayor, que regularmente se hacía chequeos generales de salud. El acudir a una clínica privada y recibir un diagnóstico errado le complicó el tratamiento.

Eliza murió a sus 46 años en febrero de 2016. Tras un año y tres meses de batalla contra el cáncer de mama que al final afectó a otros órganos del cuerpo. Desde entonces sus dos hermanas se realizan chequeos cada dos años, porque saben que el cáncer es una enfermedad que puede matar.

“Una nunca se imagina que va a llegar esa enfermedad, pero uno sí debe de pensar que sí puede llegar esa enfermedad y que por eso debemos cuidarnos y tratarnos por cualquier cosita, ir donde médicos que sí saben, hay que tener mucho cuidado a qué médico va a ir porque eso también influye y que no le pase lo que a nosotras nos pasó”, recomienda Milena.

Y con el dolor que les supuso este acompañamiento a su familiar admite que no lo han sanado. Nunca han asistido a un tratamiento psicológico y la forma de cuidar sus emociones es aferrándose a la fe.

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