Bajo persecución: La realidad de las defensoras en Nicaragua
Tres defensoras cuentan sus historias de lo que significa realizar su labor en el país y los peligros que enfrentan por defender los derechos humanos.
Tres defensoras cuentan sus historias de lo que significa realizar su labor en el país y los peligros que enfrentan por defender los derechos humanos.
La realidad de las defensoras de derechos humanos en Nicaragua es hostil. Su labor de años y los espacios de acompañamiento que han creado está siendo imposibilitados cada vez más, debido a la persecución sistemática que ejerce el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo contra ellas y las organizaciones donde laboran.
Hoy muchas de ellas continúan en el país desde la clandestinidad, el anonimato y el perfil bajo, otras han tenido que exiliarse para resguardar su vida y evitar ser encarceladas; pero todas siguen con el mismo propósito: defender los derechos humanos, y especialmente, luchar por los derechos de las mujeres.
Tres defensoras de diferentes partes del país cuentan su historia en primera persona y exponen la realidad de las mujeres con las que trabajan, así como los peligros que enfrentan.
Ser defensora de derechos humanos en Nicaragua implica arriesgar la vida; implica ser perseguida por denunciar las injusticias sociales; e implica enfrentarse a todo un sistema que violenta constantemente los derechos fundamentales. Aún así, si volviera el tiempo atrás, siempre me dedicaría a esto. Nací para ser defensora.
Tengo 43 años de ser defensora feminista, y he observado la evolución e involución de los derechos de las mujeres en este país. Mientras que hace unos años nos podíamos organizar libremente para resolver cierta problemática, hoy tengo que resguardar mi vida, porque defender los derechos humanos aquí es un delito para este Gobierno.
Como casi todas las feministas de antaño, mi primer involucramiento en el activismo fue en la Asociación de Mujeres Nicaragüenses Luisa Amanda Espinoza (AMLAE), luego del triunfo de la revolución sandinista en 1979.
Madres con hijos e hijas desaparecidas o asesinadas, mujeres sin sus esposo y criando y manteniendo a sus familias solas, eran los escenarios comunes con los que trabajaba. Todo lo que hacíamos por esas mujeres, de alguna manera u otra siempre estaba conectado con la guerra. Nosotras nos enfocamos en su empoderamiento y en que pudieran volver a ver sus hijos e hijas.
Apenas tenía 21 años en ese momento, pero me di cuenta de la necesidad de involucrarme más en la defensa de los derechos de las mujeres, y no en dependencias del partido como lo era AMLAE. Cuatro años después, me salí de la organización.
Durante los años posteriores estuve en otras organizaciones trabajando en el área de la salud con esas otras poblaciones que, en la Nicaragua posguerra estaban abandonadas, tanto en Estelí como en Matagalpa: personas con VIH, mujeres rurales, trabajadoras sexuales y cualquier otra persona que necesitara una atención con calidez.
Existía una gran necesidad en cuanto a la salud sexual y reproductiva en la región, una educación sexual que no estuviera basada en mitos y una atención humana para cada uno de esos casos. Así que decidí fundar mi propia organización en Estelí que abarcara esas áreas donde las otras organizaciones todavía no habían llegado.
Durante 22 años trabajamos en la prevención de la violencia basada en género, en la salud sexual y reproductiva, y en la capacitación de funcionarias y funcionarios públicos sobre derechos humanos. Nos adentramos en comunidades de difícil acceso, donde había que llegar a pie, y donde durante 11 meses llovía y solo en uno había sol.
Una vez unas personas de la comunidad de Miraflor en Estelí nos dijeron “ustedes en seis meses se van de aquí porque no van aguantar”. Sin embargo, nosotras trabajamos 8 largos años con jóvenes de ambos sexos y mujeres adultas sobre sus derechos.
Ahí descubrí otro significado de ser defensora. Ser defensora también significa ver y escuchar historias dolorosas todo el tiempo. La violencia en esas comunidades era constante, era lo normal para las mujeres que vivían ahí. Ellas no podían decir un día “hoy no me quiero levantar a hacer el café porque me siento indispuesta”, o decirle a sus parejas “hoy no quiero tener sexo con vos”. Las historias de maltrato físico y relaciones forzadas imperaban en la experiencia de cada mujer.
Tratamos de trabajar con los hombres de las comunidades para que cambiaran sus actitudes, pero a la hora de hacer el monitoreo, nos dimos cuenta que solo se aprendían el discurso bien bonito, pero no habían cambios reales.
Además que muchos de ellos comenzaron a ofenderse por el trabajo que hacíamos, pues las mujeres aprendieron a valorarse a sí mismas y a entender que no eran esclavas, y nosotras siempre denunciamos la violencia que ejercían contra ellas. Nunca estábamos tibias en nada.
La hostilidad contra el trabajo que hacíamos empeoró después de 2018. Cuando íbamos a alguna comunidad se nos hostigaba y se nos llamaba “tranqueras”, pese a que hacíamos todo lo posible para no hablar sobre política. Pero en un Gobierno que no respeta los derechos humanos, cualquier cosa que hiciéramos la iban a ver mal.
Se nos impidió la entrada a los colegios, donde trabajamos con adolescentes; se nos negó el acompañamiento a mujeres que interponían denuncias por violencia; y se nos amenazó con la palabra “plomo” cada vez que pudieron.
Finalmente, cancelaron la personería jurídica de mi organización a inicios de este año, después de 22 años de arduo trabajo con mujeres y adolescentes, con personas con VIH, con niñas y niños que trabajaban, y con una gran población de Estelí tanto del área rural como la urbana, para quienes nos volvimos un referente.
Si bien la personería jurídica ya no está, nosotras continuaremos trabajando para responder a las demandas de esa población, porque eso también es ser defensora, estar a tiempo completo escuchando y apoyando a las mujeres en sus diferentes situaciones.
En Nicaragua, ser mujer, feminista y organizada es cada vez más peligroso, según denuncias de la Iniciativa Mesoamericana de Defensoras de Derechos Humanos (IM-Defensoras). Desde antes de 2018, la labor de las defensoras de derechos humanos había sido obstaculizada por los agentes estatales desde la llegada de Daniel Ortega al poder, pero a raíz de la crisis sociopolítica, estas han sufrido persecución, criminalización, tortura y exilio.
De acuerdo a los registros de IM-Defensoras, han sido denunciadas 1,897 agresiones entre enero y junio de este año contra activistas feministas en toda la región de Mesoamérica, con un promedio de 300 a 400 por mes. Las agresiones son mayoritariamente hostigamientos, violencia física, verbal y tratos crueles y degradantes.
Por su parte, el Informe Anual 2021 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señala que gran parte de las agresiones contra personas defensoras de derechos son contra mujeres defensoras «debido al rol protagónico que ocupan para la defensa de los derechos humanos en Nicaragua, lo que, a su vez, las expone a riesgos diferenciados por motivos de género».
La Comisión destaca que al menos 13 defensoras de derechos humanos fueron arrestadas ilegalmente y en la actualidad son víctimas de tratos crueles, humanos o degradantes. Pues, denuncias de sus familiares exponen que se les niega todos sus derechos básicos como una alimentación adecuada, acceso al sol, atención médica, comunicación regular con sus familiares y abogados, así como el derecho al debido proceso.
No obstante, pese a los múltiples llamados nacionales e internacionales, el régimen Ortega-Murillo enjuició y condenó a estas mujeres hasta 13 años de cárcel por los supuestos delitos de «menoscabo a la integridad nacional» y «noticias falsas», durante juicios donde no hubo garantías judiciales y donde se presenciaron múltiples irregularidades, de acuerdo con las denuncias de diferentes organismos de derechos humanos.
Otra estrategia del régimen para impedir el trabajo de las defensoras es el uso de la legislación para limitar o impedir la libertad de asociarse para realizar la labor a favor de los derechos humanos. Desde la aprobación de la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros a finales de 2020, la arremetida contra las organizaciones de derechos humanos, feministas y comunitarias «ha sido brutal», según activistas.
Desde 2018 hasta julio de este año, son 80 las organizaciones feministas que fueron canceladas sus personerías jurídicas por no registrarse como agentes extranjeros, y por supuestamente infringir leyes como la Ley General de Regulación y Control de Organismos Sin Fines de Lucro, la Ley Contra el Lavado de Activos, el Financiamiento al Terrorismo y el Financiamiento a la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva, entre otras.
En un procedimiento arbitrario, posteriormente a la cancelación, la Policía toma posesión de los bienes inmuebles de las organizaciones, y las instituciones estatales las usan para los servicios que ofrecen como casas maternas o clínicas médicas.
Líderes de otras organizaciones también denunciaron que si bien no les han cancelado la personería jurídica a sus organizaciones, les han negado el renovamiento de los documentos legales en el Ministerio de Gobernación, los cuales son necesarios para seguir operando; así que los bancos les han congelado las cuentas y han tenido que cerrar debido a esto.
“Nos dicen que les falta una tilde, que le falta una palabra, que le falta una letra, y aunque nosotras corrijamos, siempre nos lo devuelven y no los reciben. Cada vez que vamos gastamos mucho dinero para el papeleo y al final ni siquiera lo aceptan”, señala una defensora de Chinandega.
El cierre masivo de estas organizaciones tienen un grave impacto sobre los derechos de las mujeres, niñas y adolescentes, señala IM-Defensora, pues las deja en una situación de gran vulnerabilidad y mayor exposición a la violencia. Estas organizaciones brindaban atención psicosocial, legal y médica a víctimas de violencia machista, así como también las empoderaban en sus derechos y las formaban para que obtuvieran mayores oportunidades académicas y laborales.
Pero no todas las defensoras de Nicaragua tienen las mismas experiencias, aquellas defienden los derechos de los pueblos indígenas, así como la tierra y los recursos naturales, suelen estar más expuestas a sufrir violencia, tanto por parte del Estado como de las empresas que quieren expropiar los recursos.
Amor, compromiso y dedicación, eso significa ser defensora para mí. Significa escuchar lo que la gente realmente está diciendo y demandando, y actuar conforme a ello. Pero ser defensora indígena es diferente. Nuestra experiencia está atravesada por nuestra cultura y por las vivencias propias de nuestros pueblos originarios, en mi caso, creole.
Desgraciadamente, los peligros forman parte del paquete de nuestro trabajo.
Aquí en la Costa Caribe, además de luchar por los derechos de las mujeres, tenemos que luchar por los derechos colectivos de nuestros pueblos, como el derecho al fortalecimiento de nuestras lenguas maternas; recibir una educación pertinente desde nuestra cosmovisión; y acceder a una salud intercultural, donde no solo se garantice no enfermarse, sino también donde se reconozcan las dolencias y enfermedades que aquejan a los pueblos desde su mirada.
Y por supuesto, nuestra eterna lucha para que se reconozca y respete nuestra autonomía, que implican nuestras tierras comunales, nuestros territorios indígenas y nuestros recursos naturales, porque no solo es un árbol el que ase arranca, sino a nuestra madre tierra. Nuestra lucha no solo es como mujeres, sino también como miskitas, garífunas, ramas, mayagnas y creoles.
Me involucré en el activismo cuando estudié sociología en una de las primeras universidades indígenas de México gracias a una beca. Con 16 años, reconocí la importancia del fortalecimiento de la identidad indígena, así como también de los derechos de las mujeres.
Volverme defensora también se vio influenciado debido a que he tenido muchos ejemplos de mi familia de mujeres fuertes, que se defienden, hablan y no se quedan calladas ante situaciones de abuso, violencia machista e injusticias sociales. Rápidamente me involucré en organizaciones e instituciones que trabajan estos temas para poder contribuir a mis regiones.
Trabajé en el Caribe Sur con lideresas, concejalas regionales y mujeres de la comunidad sobre temas de participación política, identidad y derechos humanos. Con grupos de trabajo, involucramos a las mujeres para reunirnos con ella, hablar sobre nuestros problemas, crear juntas soluciones y realizar procesos formativos.
Ahora en estos tiempos no se puede, son solo recuerdos. Si bien todavía quedan algunos espacios donde las mujeres interactúan y trabajan estos temas, es un peligro latente ser víctima de violencia de Estado.
Aunque el Gobierno ha tenido un discurso sobre derechos de las mujeres y derechos indígenas, esto no es así. Las leyes y estatutos creados han sido solo pantomimas, pues solo los han usado con objetivos partidistas.
Si antes las mujeres luchábamos para tener mayor participación política, con la «ley 50/50» ahora luchamos para que las mujeres en los puestos públicos sean las que realmente nos representen. Porque esa presencia en número no ha significado nada para la agenda de las mujeres garífunas, miskitas o creol.
Este Gobierno también solo ha maquillado la realidad de los pueblos indígenas con el uso de la Ley 28, Estatuto de Autonomía de las Regiones de la Costa Atlántica de Nicaragua, ya que esta no se respeta. Pese a que esa ley reconoce nuestra autonomía y nuestro derecho a elegir a nuestros líderes y administrar nuestros propios recursos, la han utilizado para imponer a sus políticos y crear gobiernos paralelos.
En los últimos 15 años, con la entrega de títulos y propiedades de las tierras colectivas, se han metido hasta lo más profundo de las comunidades y han usurpado los espacios de los representantes legítimos que la gente ha elegido. Con una mano hacen y con la otra deshacen.
Si bien dan los títulos a la gente, a cambio de eso hacen una pantomima del proceso de consulta para la ejecución de los proyectos sobre extracción de recursos naturales, aunque la ley diga que los procesos deben ser libres e informados. Con los años, han cooptado los espacios en las comunidades, coaccionado a las personas y puesto sus liderazgos.
Esto ha significado mucha hostilidad, conflictos, separación y división, al punto que nuestros representantes ya no luchan por nuestras demandas de fortalecimiento cultural, acceso a la educación, a la salud y a una vida libre de violencia; sino que luchan por los intereses del partido de Gobierno.
Ahora, oponerse a eso significa vivir descalificación, asedio, persecución, y en el peor de los casos, la cárcel; aunque debo reconocer que en la Costa Caribe las defensoras somos el menor foco de atención comparado con las otras del país, porque debido a la discriminación somos tomadas con menos seriedad.
Las organizaciones en las que estaba han cerrado una a una, aún así, continúo trabajando con las mujeres a título individual, para que dentro de toda esta turbulencia, al menos podamos resistir entre nosotras mismas y dar una mejor Costa Caribe a las futuras generaciones.
Las personas defensoras de los derechos indígenas y del derecho a la tierra siempre ha sido foco de ataque no solo por parte de agentes extranjeros, sino también de empresas que quieren extraer los recursos naturales y colonos que responden a intereses propios, de acuerdo con el informe «Nicaragua: un año de violencia contra quienes defienden los derechos de los pueblos indígenas Mayangnas y Miskitu».
En este se señala que el conflicto por la tierra y el patrón de violencia sistemática y generalizada contra las personas defensoras se ha agudizado «de manera preocupante» desde enero de 2020.
Solo en 2020 se contabilizaron 13 asesinatos, así como personas heridas, secuestros y desplazamiento forzado debido a esas situaciones, para un total de 49 indígenas miskitus muertos entre 2011 y 2020. También estiman alrededor de mil personas indígenas miskitus desplazadas forzosamente para huir de la violencia.
De acuerdo con el informe, los actos violentos contra estas personas se enmarcan en el conflicto por el control de la tierra y de los recursos naturales, que tiene su origen en la falta de implementación de la última etapa de demarcación y titulación de tierras indígenas: el saneamiento.
Diversas organizaciones por los derechos de las personas indígenas han señalado que muchas de las tierras han sido tituladas y reconocidas a los comunitarios, pero las autoridades no han reubicado a los colonos asentados en dichos territorios.
Las IM-Defensoras también señalan que las defensoras de territorios y los bienes naturales son las más agredidas en la región, por un lado por el componente cultural referido a la identidad indígena y por otro lado el componente de género que supone estar más expuesta a la violencia machista.
Defender los derechos humanos ha significado realizar mi activismo de manera clandestina y anónima, por eso no doy mi nombre real, aunque me gustaría, porque las feministas siempre hemos dicho alto nuestros nombres y nuestras demandas. Pero si lo hago, significa asumir consecuencias como perder mi libertad y ser víctima de tortura, y no estoy dispuesta a dar mi vida de esa manera.
No obstante, mi vida no tendría sentido sin la conciencia de mis derechos ciudadanos, sin una posición política y sin una actitud activa dentro de la sociedad en la vivo. De hecho me hubiera gustado haber empezado desde antes.
Me adentré en el feminismo cuando estaba en la universidad, gracias a una profesora que era feminista y pertenecía al Grupo Venancia. Con invitaciones de ella, comencé a asistir a reuniones de la organización que daban talleres sobre autoestima, empoderamiento y feminismo. Me enamoré del movimiento.
Como mujer lesbiana, también me interesó el tema de los de los derechos de la diversidad sexual, que era algo de lo que se hablaba muy poco en la ciudad. Decidí volverme defensora, profundizar mis conocimientos sobre los derechos humanos y promoverlos en las más jóvenes.
Con un grupo de defensoras, hacíamos “escuelas feministas” donde hablábamos de los ciclos de la violencia, de proyectos que incluían a las mujeres y de nuestros derechos. Acompañado de las reuniones, hacíamos mucha incidencia en la ciudad con actividades de calle.
Con plantones, marchas, batucadas y actividades en el parque central llevábamos nuestros mensajes, y la gente tenía un gran recibimiento sobre los temas. Cuando hablábamos sobre la salud sexual y reproductiva en el parque, las mujeres de la zona se nos acercaban y nos pedían información al respecto; cuando hablábamos de la diversidad sexual, a la gente le daba curiosidad y se unían a nosotras para apoyarnos.
Para nosotras era muy importante cambiar el pensamiento colectivo para que la población fuera consciente de sus derechos y eliminaran los prejuicios.
Incluso con las autoridades no tuvimos problemas al inicio de mi activismo en el 2009. Las veces que nos manifestábamos, la Policía regulaba el tráfico para que nosotras pudiéramos protestar sin problema, nos plantábamos frente a la institución y exigíamos justicia por los femicidios, dábamos nuestros pronunciamientos a los encargados, y en más de una ocasión el jefe policial salió a recibirnos y a decirnos que sí iban a actuar para prevenir la violencia.
La hostilidad comenzó contra nosotras a partir del 2015, primero debíamos pedir permiso para manifestarnos, luego la Policía nos ponía cordones para que nosotras no saliéramos de cierto perímetro, quitaban las mantas que poníamos que contenían mensajes feministas y nos cuestionaban quién nos financiaba.
De una manera progresiva y silenciosa, fueron cerrando los espacios de protestas e impidiendo cualquier forma de manifestación, hasta que ocurrió la explosión social en 2018 y el resto ya es historia. Ahora resguardamos nuestras vidas para caer en la cárcel.
Durante todos mis años de activismo, puedo decir que realmente hicimos cambio social, dentro de las escuelas, las calles y las instituciones. Acompañamos muchas veces a las mujeres en sus denuncias y movimos las denuncias sociales contra los agresores tanto en la calle como en las redes.
Ser defensora implica ser consciente de la realidad que vivimos las mujeres en Nicaragua y de cómo se violan nuestras libertades, también es tener constante temor de que ocurra algo conmigo. Porque decir soy defensora de derechos humanos significa que estoy en contra del Gobierno, porque el Gobierno está en contra de los derechos humanos.
Así que no importa que las defensoras intentemos no tocar el tema político porque los derechos humanos siempre son un tema político. Sin embargo, desde el anonimato y el autocuidado, siempre vamos a intentar estar presentes para esas mujeres que nos piden ayuda, porque de lo contrario, quedarían completamente en el abandono.