Después que Sami Sierra aceptó que era una mujer trans a sus 16 años, atravesó un calvario en el colegio donde cursaba su último año de secundaria. Estudiaba en el turno de la mañana, pero debido al bullying de sus compañeros se cambió al turno de la tarde; luego la discriminación de sus maestras se hizo tan insoportable que se cambió nuevamente al turno de la noche; y en ese turno las condiciones se hicieron peores para ella, que a tres meses de bachillerarse, se vio obligada a abandonar sus estudios

“Tenía un montón de conflictos con mis maestras y compañeros. En esa época ya me había ido de mi casa, así que tenía problemas económicos para conseguir los cuadernos, para transportarme de mi casa al colegio y estaban pidiendo plata para la graduación. Dije si no tengo dinero ¿para qué me voy a graduar?”, expresa Sami, quien ahora tiene 42 años y se dedica al trabajo doméstico y al activismo de las personas LGBTIQ+.

Según ella, siempre supo que su identidad de género era diferente a su sexo biológico, pero al nacer en una familia evangélica intentó reprimirlo. Cuando finalmente dejó de pretender ser un hombre a como su familia se lo imponía, tuvo diferentes problemas y decidió irse a vivir sola, a pesar que continuaba en la secundaria.

Sin embargo, en el colegio la situación no fue para mejor. En los grupos de clases nadie se juntaba con ella, en la clase de educación física la hacían cambiarse de ropa con los varones y estar en las demás actividades con ese mismo grupo, lo que hacía que sus compañeros hombres la agredieran tanto física como verbalmente.

Tampoco contaba con el apoyo del personal docente, pues sus maestras le decían constantemente que “se comportara como hombre” y la obligaban a cortarse el cabello para seguir asistiendo a las clases, de lo contrario, le negaban el acceso al centro de estudios.

Cuando ya se estaban haciendo los preparativos para bachillerarse, Sami no contaba con los recursos económicos para la gestión de su título y la ceremonia de graduación, así que decidió salirse, dejando sus estudios incompletos.

Al salir del colegio conoció a otras mujeres trans con las que pudo hallar trabajo lavando trastes en un bar, limpiando baños y sirviendo mesas, después trabajó haciendo mandados dentro de los mercados, lugar donde posteriormente conoció el “trabajo sexual”.

Trabajo sexual, un “trabajo” marcado por la violencia

“Hubo una época donde no tenía cómo sobrevivir. Miré con otras compañeras más jóvenes que el trabajo sexual sí daba (dinero). Si eras joven, llamabas la atención de las personas mayores y por ahí buscaba plata para sobrevivir”, relata.

A partir de la tarde se iba a Metrocentro y a Tiscapa con otras mujeres trans a buscar clientes que en su totalidad eran hombres. Como estaban en zonas abiertas, la gente que pasaba en carros les tiraban bolsas con orines, y la gente que venía del Mercado Oriental en camiones les tiraban cáscaras de plátanos verdes y otros restos de comida. “Todo lo que tuvieran a mano”, recuerda.

Según Sami, no se ganaba mucho ejerciendo el trabajo sexual. Señala que “una se iba sola con el cliente y se la ingeniaba para sacar lo más que pudiera”. Todo dependía de lo que estuviera dispuesta a hacer. Si ella se negaba a ciertas cosas, ganaba C$500 córdobas o mil córdobas en el mejor de los casos durante una noche; pero si accedía a las peticiones de sus clientes podía ganar de C$2 mil a C$3 mil córdobas en una jornada.

Con ese dinero apenas cubría uno o dos tiempo de comida, pues con sus compañeras se encontraba en el consumo de alcohol y drogas, y todo el dinero que conseguía lo usaba para eso, y lo que le sobraba lo usaba para alimentarse.

“Conocí el licor cuando me crucé en el turno nocturno del colegio. En esa época se iba bastante la luz en Managua y todos los que me rodeaban eran buenos a tomar, así que nos salíamos a tomar guaro. Después de dejar el colegio, seguí en esas con mis compañeras trans y las travestis en Metrocentro y Tiscapa”, expresa.

En uno de los tantos días en que se encontraba en Tiscapa esperando clientes, un grupo de hombres del barrio Jorge Dimitrov la agarraron, la golpearon, la desnudaron, la amarraron y después la tiraron a un cauce. Sin saber cómo, al día siguiente se puso nuevamente en el mismo lugar para seguir consumiendo sustancias con otras mujeres trans que estaban ahí. 

Un nuevo comienzo

Después de ese incidente, Sami relata que comenzó a cuestionarse “qué estaba haciendo con su vida”. Según ella, es un milagro que siga viva después de haber caído de ese cauce de tres metros, o por lo menos debería estar en una silla de ruedas; pues hasta la fecha, tiene afectaciones en la columna.

“Con el problema de alcoholismo yo amanecía meada, cagada y vomitada en la entrada de mi casa. Mi mamá me miró. Yo llegaba haciendo los grandes alborotos bien ebria hasta que dije “hasta aquí no más”, para no seguir haciendo sufrir a mi mamá. Voy a cumplir 9 años en julio de estar sobria. Ella no pudo ver mi cambio, ya que murió de cáncer, porque una cambia completamente de todo”, expresa.

En 2013 Sami comenzó a ir a los programas Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos, luego asistió a terapia psicológica y después se introdujo a un programa escolar para personas adultas para terminar su bachillerato, el cual finalizó hace dos años.

Actualmente se dedica al trabajo doméstico, aunque los trabajos que consigue no son fijos, aprovecha cualquier oportunidad que le salga. También trabaja en un proyecto de un comedor social de la Asociación Nicaragüense de Transgéneras, (ANIT) donde tiene un salario fijo. No obstante, señala que el proyecto finaliza en dos meses y después va a volver a su rutina de trabajar en casas particulares.

Si le preguntan cuándo dejó de ejercer el trabajo sexual, responde que “en realidad una nunca lo deja”, pues si le sale la oportunidad y un hombre le dice “te voy a dar tanto dinero”, no lo va a negar.

Acceso a la educación, el primer obstáculo

Las personas LGBTIQ+ continúan atravesando una profunda brecha en el acceso a la educación, lo que hace que un sinnúmero de personas se queden fuera del sistema educativo y tengan posteriormente empleos en condiciones de explotación; y en el caso de quienes logran seguir estudiando enfrentan situaciones de violencia, burlas y humillaciones tanto de sus compañeros de clases como de sus maestros y maestras, explica Franklin Hooker, especialista en género e integrante de la colectiva La Corriente Somos Todas.

La Mesa Nacional LGBTIQ+ en su Estudio Situacional de los Derechos de las personas LGBTIQ+ en Nicaragua realizado en 2020, expone que en Nicaragua hay una gran falta de datos estadísticos sobre la situación educativa de las personas de la comunidad LGBTIQ+, lo que representa un obstáculo para una educación inclusiva.

Según su estudio, el porcentaje de personas LGBTIQ+ que concluyeron estudios universitarios o carreras técnicas es bajo: 39.6% y 13.1% correspondientemente. Un 22.9% solo cuenta con secundaria completa y 3.9% ha completado la primaria. Mientras que la tasa de deserción de primaria alcanza el 2.6%.

Hooker explica que “en un país como Nicaragua, las personas LGBTIQ+ viven en pobreza, extrema pobreza, rechazo y abandono familiar. Esto afecta en la permanencia del sistema educativo, porque al estar fuera de sus hogares tienen que realizar trabajos en condiciones precarias, que no les permite continuar con sus estudios”.

Mientras que las personas que permanecen en sus centros de estudio y atraviesan los prejuicios de las personas a su alrededor, no tienen una instancia donde puedan denunciar la violencia que viven, ya que la mayoría del personal de las escuelas y las universidades no está capacitado para atender este tipo de casos.

En el caso de que sí logren denunciarlo ya sea a alguna instancia académica o a través de una denuncia pública en redes sociales, las personas LGBTIQ+ no son escuchadas y se minimiza la situación que están atravesando.

“Muchas veces cuando logran denunciarlo, ya sea a través de redes sociales o alguna instancia, no son escuchadas ni escuchados y se minimiza la situación que están atravesando. Ante esta ola de linchamiento en el sistema educativo, lo que hacen es abandonar sus estudios y las opciones para desarrollarse, bachillerarse, tener una carrera técnica o profesionalizarse son limitadas”, señala Hooker.

Esta situación se agrava cuando las y los docentes no tienen formación, ni criterios pedagógicos para el abordaje de la sexualidad e identidades sexuales. Pues a las personas con orientaciones sexuales se les prohibe las muestras de afecto con sus parejas; y a las personas con identidades de género diferente se les obliga a vestirse y utilizar el cabello de acuerdo a su sexo biológico, aunque no se sientan cómodas de esa manera.

Además de violencia y la discriminación, las razones económicas son uno de los principales razones por las cuales no terminan sus estudios, ya que no estudian porque deben trabajar y el dinero que consiguen no les basta para subsistir y cubrir sus gastos académicos; tal como ocurrió en el caso de Sami, quien debido a la discriminación que sufría en su hogar tuvo que independizarse prontamente, pero sin tener las condiciones para vivir dignamente, lo que la llevó después a descontinuar su secundaria. 

Trabajo digno, una búsqueda implacable

Debido a la ausencia que políticas públicas que combatan la discriminación hacia las personas LGBTIQ+ en los centros de trabajo, estas enfrentan muchas dificultades para acceder al mercado laboral formal y tener empleo con estabilidad a largo plazo. Pues, cuando incursionan al mundo laboral se encuentran con dos escenarios: esconder su orientación sexual o su identidad de género para poder alcanzar una plaza y no sufrir discriminación; o enfrentarse al rechazo y buscar durante un largo período un trabajo donde puedan ser aceptadas.

“Esto tiene un impacto en la vida de las personas lgbt porque tienen que hacer muchos esfuerzos para ocultar su orientación sexual y aparentar otra identidad de género. En el caso de homosexuales especialmente a los que son femeninos, se les llama a ocultar “la pluma”, para que no se nota su homosexualidad y asumir comportamientos de una masculinidad hegemónica. En el caso de las mujeres lesbianas que sus parejas las llegan a traer o llegan a almorzar con ellas, tienen que hablar de una amiga o una prima”, explica Hooker.

El estudio realizado por la Mesa Nacional LGBTIQ+ reflejó que la población LGBTIQ+ está sumida en el trabajo informal y el trabajo sexual. Por un lado, debido a las dificultades en su formación educativa y por otro lado, porque son rechazadas de las empresas por motivos discriminatorios.

Los resultados mostraron que solo 2 de cada 10 personas LGBTIQ+ encuestadas cuenta con empleo formal; el 26.9 por ciento cuenta con trabajo por cuenta propia, un 21.9 por ciento tiene trabajo informal; el 1.6 por ciento está en el grupo de empleadores; y solo el 0.2 por ciento son integrantes de una cooperativa de producción. Mientras que el desempleo se ubica en el 24.7 por ciento de la población encuestada.

Ludwika Vega, presidenta de ANIT, destaca que la falta de una ley de identidad de género dificulta el acceso al trabajo formal a las personas trans, ya que todos sus documentos incluyendo hoja de vida, títulos y cédulas identifican a las personas antes de hacer su transición, así que los empleadores no aceptan a alguien cuya imagen y nombre es diferente al mostrado oficialmente.

“No tenemos una ley que nos reconozca como tal somos. No hay una ley que diga que Ludwika existe, sino quien existe es Guillermo, por tanto, mi currículum, mi título universitario dicen Guillermo. Al momento de buscar un puesto laboral, quien sale reflejado es Guillermo, y me dicen “usted no es la persona de estos documentos, usted es una trans, un travesti o un gay”, como le querrás llamar. Me dicen que me van a llamar y sigo esperando”, señala.

Estigmas y prejuicios permean en el mundo laboral

La búsqueda del trabajo también se ve mediada por el estigma y los prejuicios, puesto que muchas veces los empleadores minimizan las capacidades y habilidades de las personas LGBTIQ+, y las relacionan con trabajos  que están ligados a los estereotipos de lo que es ser lesbiana, homosexual, trans o bisexual.

“Todavía se nos ubica en ciertas tendencias, por ejemplo, que las mujeres trans solo pueden estar en un salón de belleza y no se imaginan que una mujer trans puede estar en el mundo de la ciencia, puede estar en el mundo tecnológico y hemos visto que sí se puede”, indica Hooker.

Debido a la falta de empleo, las personas LGBTIQ+ emprenden negocios solas, ya que el Estado no promueve políticas públicas de fomento al emprendimiento entre las personas LGBTIQ+ y no brinda financiamiento y servicios de apoyo.

También deben acceder a empleos en condiciones precarias donde no cuentan con prestaciones laborales, ni garantías de contratación y ni se respetan sus derechos laborales tales como vacaciones, liquidación, horario justo, entre otros.

Mientras que existe otro grupo significativo que recurren al trabajo sexual. Según el estudio de la Mesa Nacional LGBTIQ+, un 14.6 por ciento de las personas encuestadas indicaron que en algún momento ha ejercido el trabajo sexual y 4.2 por ciento dijeron ejercerlo en el momento del estudio.

Vega manifiesta que aunque el trabajo sexual ha decaído es algo que todavía la población LGBTIQ+ ejerce, especialmente las mujeres trans. Sin embargo, este es sumamente riesgoso, ya que muchas veces las personas son citadas para ser agredidas, se les exige no usar condón, los clientes se van sin pagar o las agreden sexualmente.

La falta de datos oficiales sobre la ocupación nicaragüense que esté desagregado por identidades de género y orientaciones sexuales dificultan dimensionar la realidad que esta población vive, así como los niveles de pobreza en que se encuentran y las afectaciones en su calidad de vida.

Hooker expresa que las condiciones de estos trabajos tienen repercusiones tanto en su salud física como psicoemocional. Por ejemplo, hay personas LGBTIQ+ que encuentran trabajos en zonas francas, mercados o como vendedoras, donde no se les permite tener un descanso adecuado.

Al no contar con un seguro social, las opciones para atender estas afectaciones en su salud son mínimas, y las opciones para atender su salud mental son casi nulas. Además, esta población tiene mayor probabilidades de envejecer en condiciones de pobreza si no pueden pagar un seguro facultativo.

Políticas públicas y no promesas falsas

La búsqueda de un trabajo digno es una lucha que no se detiene para Sami Sierra. Un día tiene trabajo, otro no. Aunque haber terminado la secundaria a los 40 años no le garantiza trabajo, señala que lo hizo por deseos de superarse. Por esa razón, nunca se va a detener para conseguir una vida en la que pueda satisfacer todas sus necesidades.

El Estado de Nicaragua le debe una cosa: políticas públicas que garanticen su derecho a la educación y a un trabajo formal. No más promesas falsas y un discurso bonito de inclusión, como se ha vendido desde el 2007 con la llegada del régimen Ortega-Murillo al poder. Mientras tanto, Sami continuará con su activismo y ejerciendo el trabajo doméstico, al igual que cientos de personas LGBTIQ+ que deben sobrevivir desde la precariedad.

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