“Madrecita del alma querida, en mi pecho yo llevo una flor”, se escucha la popular canción del cantante mexicano José José.
Es miércoles 30 de mayo de 2018, Día de la Madres en Nicaragua.
El ambiente es distinto, desde el 18 de abril, se respira aires de luto en Nicaragua. Hay alrededor de 70 muertos en un poco más de un mes, todos asesinados por grupos paramilitares y policías de la dictadura orteguista. Las madres de los fallecidos, lloran en este día, no hay nada que celebrar, solo rendir un tributo por los que han caído en la lucha cívica.
Son las primeras horas de la mañana en Managua, el cielo se nubla, pero no llueve, hace mucho calor, a pesar que ya empezó el invierno. En los alrededores de la Colonia Villa Tiscapa, justo en la entrada, frente a el Estadio Nacional de Béisbol, Dennis Martínez, se encuentran dos camionetas Hilux, un grupo de encapuchados junto a policías, parecen sondear el ambiente que se avecina cuando se ha convocado a la Marcha de las Madres en honor a hijos asesinados por el régimen.
De inmediato, el vídeo circuló en las redes sociales, advirtiendo a la población a que tome precauciones, sin embargo, las personas autoconvocadas salieron sin miedo de sus casas, alzando con orgullo las banderas Azul y Blanco de Nicaragua y se dieron cita en la Rotonda Jean Paul Genie.
Era un mar de gente, el corazón de un pueblo reprimido, que se cansó del yugo esclavizante de una dictadura. No se podía distinguir en dónde empezaba y terminaba la marcha, eran como granos de arena en el mar que se había reunido en la capital para exigir Justicia y Libertad.
Al son de la guitarra y la voz de Carlos Mejía Godoy, se entonó la canción Madres de Abril, un homenaje a esas mujeres que aún lloran los asesinatos de sus hijos. El Himno Nacional se cantó a todo pulmón por las miles de personas presentes como un estruendo coro que se escuchó hasta El Carmen, donde se esconden Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Una oración pidiendo a Dios protección y consuelo a los familiares de los asesinados, fue el cierre del pequeño acto de apertura que abrió la marcha, y que culminaría frente a la Universidad Centroamericana.
Diferentes sectores presentes
Encabezando la caminata estaban los universitarios, portando cruces en las que colgaban las mochilas, símbolo de los estudiantes que han sido asesinados por la dictadura. Las madres de abril se unían con pancartas en las que aparecían las fotos y nombres de sus hijos fallecidos.
Acompañándolas en este sentimiento las rodeaba una ola gigantesca de personas, centenares de miles de nicaragüenses que exclamaron “Nos tienen miedo porque No tenemos miedo”, “Ortega, Somoza, son la misma cosa”, “De que se van, se van”, “El pueblo unido, Jamás será vencido”, “Patria Libre y Vivir”. Consignas que demandaban libertad y justicia.
Niños, niñas, jóvenes, adultos, ancianos, campesinos, mujeres, hombres, de diferentes edades, clase social, se unieron en una solo masa que martilló a cada minuto de su paso por toda carretera a Masaya pidiendo Justicia.
El chico que vendía agua helada, regalaba su producto, para que la gente saciará su sed que provocaba el sofocante calor. El que tenía camioneta ofrecía la tina o un asiento libre para que alguien se subiera y relajara las piernas para llegar hasta el final de la marcha. Era la demostración de un pueblo solidario que en lugar de celebrar un día tan especial, honró a los que no pudieron estar.
Una masacre jamás vivida
Llegando a Metrocentro, justo detrás del Hotel, se escucha un estruendo, y no era de morteros.
“Atrapen a ese loco”, escucho a una señora que andaba con su esposo e hijo.
Al parecer un simpatizante de Ortega estaba armado, tratando de sofocar a las masas para causar caos.
“No se separen, manténganse en grupo. No pasa nada”, decían algunos estudiantes ante la preocupación del disparo que se había escuchado.
Cuando pasó el susto, la gente siguió la marcha con normalidad, parecía que todo culminaría sin problemas, y que el acto cultural frente la UCA sería el cierre exitoso.
En los semáforos de la UNI, los campesinos, liderados por Medardo Mairena, hicieron su entrada. Fueron aplaudidos por la gente, les pedían fotos y entrevistas, como héroes de la patria.
“Estamos aquí para exigirle a Daniel Ortega su salida, no puede seguir gobernando un dictador que masacra a su pueblo”, fueron las palabras de Medardo a los periodistas que tratamos de seguirle el paso y recopilar sus expresiones.
A los pocos minutos, se escuchó otro estruendo que provenía de la calle hacía el estadio de béisbol, cerca del UNI.
“Están atacando”, se escuchan los gritos. La gente enloquece de la desesperación. Medardo y los campesinos socorren a los estudiantes.
Había una gran confusión de lo que estaba pasando. Algunas personas buscaban refugio, mientras los periodistas nos acercamos a ver qué ocurría.
A lo lejos, se divisaba la barricada que habían hechos los estudiantes de la UNI para protegerse de la policía. Eran disparos de bala de AK los que atravesaban la muralla que era el escudo de los jóvenes y campesinos que solo tenían piedras para defenderse.
Habían preparado una emboscada
La Policía y los paramilitares había tomando el Estadio de Dennis Martínez como base, para colocar a los francotiradores para disparar a los manifestantes. Era una emboscada preparada con premeditación para hacer de la marcha autoconvocada un festín de sangre y muerte.
¡Le dieron a uno, auxilo, auxilio! Se escuchan los gritos de un muchacho que estaba frente a la batalla.
Corrí para constatar quién era. Un joven no mayor de 20 años, yacía en el pavimento, una bala fulminó en su cabeza. Sus compañeros trataban de darle primeros auxilios, llamaban a la ambulancia con desesperación, pero entre la multitud no se lograba socorrer al chico.
Parecía una película de terror y crimen la que visualizaban mis ojos. Caí de rodillas, dejé de grabar con el celular, y miraba cómo la sangre y sesos del joven dejaba rastros en el camino, mientras otro muchacho, en una moto lo trataba de llevar al hospital.
“Mi hijo, me lo mataron, me lo mataron, ayúdenme”, de repente escucho el llanto de una señora, que tenía a su hijo en el piso, recibió otro disparo en la cabeza, la bala lo alcanzó cuando estaba al lado de ella.
Su dolor, sus lágrimas calaron en mi mente. Cerré mis ojos y le pedía a Dios. “Por favor Dios acaba con esto, escucha a tu pueblo”, pero Dios no aparecía, ese día sentí que nos había abandonado, dejándonos a merced del tirano y sus capataces.
Un festín de sangre
Los disparos seguían y los gases lacrimógenos inundaban las calles, las personas se refugiaron en la UCA. Otros en casas de los alrededores y Metrocentro. Era un caos total, un festín de sangre orquestado por los dictadores.
Salí corriendo con un grupo de personas. Corríamos por nuestras vidas, se me hizo largo el camino de regreso a casa, que estaba a unas calles de la masacre y solo pensaba en llegar con vida al lado de mi hijo que me esperaba en el hogar.
Las personas que no tenían dónde ir se refugiaron en el lugar donde vivía, logré escapar del peligro, pero a lo lejos se escuchaba la batalla campal de los paramilitares, agitando sus armas en contra de los manifestantes, parecía algo de no acabar.
Ese día en la marcha en Managua fueron asesinados ocho jóvenes, y otra decenas en los departamentos. Dos de ellos los miré morir en la marcha. Uno se llamaba Jorge Guerrero Rivas, y el otro de solo 15 años, Orlando Córdoba.
Ha pasado un año desde ese 30 de mayo. Escribo esto desde el exilio, con lágrimas en mis ojos por revivir lo que pasó ese día, por las más de 500 personas que han sido asesinadas, con el dolor de no poder regresar a mi país, pero con la convicción que la lucha cívica del pueblo nicaragüense no claudica.
No existe ley terrenal y celestial que pueda perdonar lo que Rosario Murillo y Daniel Ortega han hecho con Nicaragua. No existe ley que pueda hacer borrar la masacre que se vivió hace un año. No existe ley que pueda contra el clamor de un pueblo que pide justicia y libertad.