*Por Vlada Krasova Torres

A finales de 2024, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) lanzó un informe que está comenzando a romper el silencio histórico sobre una de las formas más invisibilizadas de violencia en nuestra región: la que padecen mujeres y niñas indígenas, afrodescendientes y de otros grupos étnicos en las Américas.

Se trata de un documento sin precedentes que no solo evidencia la magnitud del problema, sino que pone en la mesa una verdad incómoda: no hemos sabido ver, escuchar ni registrar la violencia que estas mujeres enfrentan, porque el sistema mismo no está hecho para hacerlo.

El informe, coordinado por las asesoras regionales Britta Baer y Sandra Del Pino, y redactado por Soledad Larraín junto con el antropólogo Gabriel Guajardo Soto, parte de una premisa contundente: sin datos, no hay política. Y cuando se trata de mujeres indígenas y afrodescendientes, los datos simplemente no existen o son profundamente fragmentarios.

Solo 14 de los 35 Estados Miembros de la OPS han realizado encuestas que incluyan información desagregada por pertenencia étnica. Las demás estadísticas, cuando existen, apenas ofrecen un reflejo borroso de una realidad brutal. ¿Cómo diseñar políticas públicas, presupuestos o servicios de salud si ni siquiera sabemos a cuántas afecta esta violencia, de qué tipo, en qué contextos y con qué consecuencias?

Más grave aún: los pocos estudios disponibles se concentran en mujeres entre 15 y 49 años, ignorando a niñas menores de edad y mujeres mayores. Además, se enfocan en la violencia de pareja, dejando de lado otras formas más complejas, como la violencia comunitaria, institucional, simbólica, patrimonial o política, que fueron expresamente mencionadas por mujeres indígenas y afrodescendientes que participaron en los grupos de discusión del estudio. La omisión sistemática de estas violencias no es un accidente. Es el resultado de un diseño institucional que no concibe a estas mujeres como sujetas plenas de derechos, sino como cifras intercambiables o simplemente prescindibles.

Sin embargo, el informe no se queda en el diagnóstico. Sus recomendaciones son claras y urgentes: generar datos desagregados de calidad, fortalecer la participación de los pueblos indígenas y afrodescendientes en el diseño de políticas públicas, formar al personal de salud con enfoque intercultural, y proteger a quienes están en la primera línea de defensa: las lideresas y defensoras de derechos humanos. Porque sí, estas mujeres existen, luchan, documentan, acompañan y cuidan. En muchos casos, han creado sus propios registros de violencia y sistemas de alerta comunitaria. El informe destaca que, gracias a sus redes, muchas sobrevivientes acceden a ayuda que el Estado les niega.

Pero no se trata solo de incluir a las defensoras como invitadas simbólicas en los procesos institucionales. El documento que recoge también experiencias locales como las Mesas Indígenas de Género en Colombia o el programa AURORA en Perú nos recuerda que el liderazgo femenino comunitario es clave para la sostenibilidad de cualquier política pública. Darles un rol central no es un gesto de buena voluntad, es una condición estructural para la justicia.

En su capítulo séptimo, el informe aborda directamente la necesidad de que las políticas públicas reconozcan las particularidades de estas mujeres y niñas. Esta afirmación, que podría parecer obvia, es en realidad revolucionaria. Implica romper con la lógica de la “universalidad” que ha ignorado, por siglos, las diferencias culturales, territoriales, lingüísticas y de cosmovisión. Implica entender que no se puede prevenir la violencia sin hablar de racismo, de colonialismo, de despojo, de cuerpos históricamente usados como “botín de guerra”, como dijo una participante afrodescendiente del estudio.

La violencia hacia las mujeres indígenas y afrodescendientes en las Américas no es solo un tema de salud pública. Es una cuestión de derechos humanos, de democracia y de reparación histórica. El informe de la OPS marca un hito, pero no basta con su publicación. Es ahora responsabilidad de los gobiernos, de los organismos internacionales y de la sociedad civil tomarlo como punto de partida para una transformación profunda. Mientras sigamos sin verlas, sin nombrarlas, sin incluirlas, seguiremos reproduciendo la misma violencia que decimos querer erradicar.

Porque la democracia no puede existir plenamente mientras se mantengan intactos los parámetros colonialistas y raciales que sostienen la exclusión. No basta con prometer igualdad ante la ley; hay que desmontar, pieza por pieza, el sistema que hace de esa promesa una mentira.

*Vlada Krasova Torres, mujer trans feministas Nicaragüense Centraka. Licenciada en Relaciones Internacionales, con un posgrado en Derechos Humanos y una maestría en Gestión del Conocimiento en Políticas Públicas.

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La Lupa Nicaragua