MANAGUA — Estamos a un año de la rebelión cívica y popular en Nicaragua que dejó más de 300 muertos en cuatro meses, casi 1500 heridos, más de 50.000 personas en el exilio y 700 presos políticos.

Desde entonces ha quedado claro que aunque la mayoría de los ciudadanos piden la salida del presidente Daniel Ortega y de su vicepresidenta y esposa, Rosario Murillo, el binomio presidencial pretende seguir en el poder a cualquier precio.

El modo de operar de la pareja en el poder es cada vez más ambiguo e impredecible y con más frecuencia recurre a discursos que aumentan en inverosimilitud: al principio argumentaba que las protestas ciudadanas eran un intento de golpe de Estado, pero después empezaron a advertir que los que se les oponen son “diabólicos”. Quizás por eso Nicaragua se parece cada vez menos a un país y más a una distopía totalitaria. A Murillo, incluso, se le conoce como la Gran Hermana, por 1984 de George Orwell. La versión distorsionada de Nicaragua de los líderes está cada vez más lejos de la Nicaragua que sus ciudadanos anhelan. Orwell parece estar instalado en mi país.

El 12 de junio desperté con un susurro: “Ayer liberaron a los presos, a todos”. Pero pronto supimos que no eran todos. La Alianza Cívica —que integra un grupo de organizaciones no gubernamentales y ciudadanos que representa a la oposición en los diálogos titubeantes con el régimen de Ortega-Murillo—, se rehúsa a regresar a la mesa de negociación hasta que no se liberen 83 presos más que la dictadura acusa de delitos comunes.

Los temas que quedan pendientes no son menores: instaurar urgentes reformas electorales y adelantar la convocatoria a elecciones. Pero hay poca confianza en que el diálogo avance. Ahora las negociaciones están estancadas, la represión se ha endurecido y el relato que se impone en mi país es uno que parece escrito por Orwell.

Después de aplastar la rebelión cívica del año pasado, el gobierno ha confiscado ilegalmente los principales medios de comunicación independientes, ha encarcelado a periodistas, ha cerrado centros de pensamiento y organizaciones de derechos humanos y ha prohibido las manifestaciones multitudinarias. Hoy, las calles de Managua son vigiladas sin descanso. Los intentos de la población de reunirse y protestar atraen decenas de patrullas y antimotines.

Frente a la actuación represiva del régimen, lo más positivo ha sido el civismo de la población que ha demostrado una disciplina admirable en su compromiso de no recurrir a las armas o la violencia. Han recurrido, en cambio, al ingenio. Los opositores de la sociedad civil usan los colores de la bandera nacional para retar a la dictadura. Quizás por ello portar la bandera nacional se ha convertido en razón suficiente para ser arrestado.

El 8 de junio en sesión extraordinaria, la Asamblea Nacional —compuesta, en su mayoría, por legisladores fieles al gobierno— aprobó una legislación que llamó Ley de Amnistía. Bajo la máscara de absolver a quienes son inocentes, se exime a policías y paramilitares represores. Y, aún más preocupante, imposibilita a los liberados a seguir protestando. El artículo 3 de la ley usa la figura de “no repetición”: si los ex presos políticos repiten el “delito”, no solo vuelven a la cárcel, sino que se reactivan sus sentencias. El periodista Miguel Mora me dijo: “¿Quieren decir que si hago otro reportaje, me encarcelan de nuevo?”.

La ley fue condenada por expertos en derechos humanos, pero, en el giro orwelliano de mi país, así fue como ese 11 de junio liberaron sorpresivamente a 56 presos políticos. En Nicaragua las celebraciones son intermedias: la ley repudiada permitió que salieran del encierro algunos de los líderes más reconocidos de la rebelión. Y, de inmediato, empezó una nueva ola de hostigamiento. Patrullas y antimotines rodearon las misas que se ofrecieron en honor de los liberados. La Catedral fue asediada por grupos de choque que hirieron con piedras y golpearon a los asistentes. La casa de Irlanda Jerez, quien se ha convertido en una figura de la resistencia civil, fue tomada por paramilitares. “Voy a seguir […] aquí, en Nicaragua, luchando y exigiendo justicia y libertad para todos”, dijo Jerez.

A pesar de las condenas internacionales y evidencias sobre la represión indiscriminada, la dictadura desestima los informes de atropellos a los derechos humanos con un cínico discurso que los convierte de victimarios en víctimas: convierten la opresión de su gobierno en una defensa ideológica. Pese a ese delirante discurso oficial, Ortega y Murillo saben que pisan arena movediza. El aislamiento, la crisis, la Ley Magnitsky que Estados Unidos aplicó a funcionarios de alto nivel del régimen y las sanciones de Canadá, les han aguado la fiesta totalitaria. Temen que si se les aplica el Nica Act o la Carta Democrática de la Organización de los Estados Americanos (OEA), sumadas a la peor crisis económica y social de sus años en el poder, frustre sus intenciones de perpetuarse indefinidamente.

Estamos frente a un matrimonio astuto y hábil en dividir a sus adversarios y en tergiversar el discurso público, pero la oposición continúa en un proceso de diálogo para fortalecer y ampliar la fuerza civil bautizada como Unidad Azul y Blanco. Con las reformas electorales, este grupo sería el partido idóneo para derrotar a Ortega en unos comicios futuros. Para lograr el objetivo de sacar a la pareja presidencial del poder por la vía electoral, los ciudadanos deben continuar la presión en las calles a pesar de la represión, pero también es necesario que se mantenga y profundice la presión internacional. En ambos frentes se trabaja con ahínco. Esa perseverancia tendrá que dar fruto. Solo así Nicaragua dejará de ser una distopía autoritaria y comenzará a parecerse a la democracia que los ciudadanos queremos.

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Texto publicado en The New York Times

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La Lupa Nicaragua