Que los cimientos de la tradición autoritaria en Nicaragua se fracturan es felizmente puesto de manifiesto, tanto por la crítica de muchos jóvenes a lo que ellos llaman adultismo, como por la agresiva aunque casi siempre soterrada respuesta que reciben (salvo excepciones odiosas cuyos nombres no tendrán pedestal en este escrito) de ciertos veteranos de la política.
No es que exista una asociación rigurosa entre pertenecer al cohorte de la “revolución” de los años ochenta y ser responsable del engendro monstruoso que habita El Carmen. En aquellos años también hubo muchas víctimas, se cometieron abusos atroces, hubo gente íntegra, y hubo una exitosa campaña para borrarlos del mapa político y extirparlos de la memoria del país. Revisar la historia oficial y la mitología heroica de los ochenta es tarea imprescindible, si se quiere ir al futuro con los ojos abiertos y estar mejor preparado ante las trampas del poder. No se trata apenas de un ejercicio académico.
Y aunque la mira de los chavalos no pegue exactamente en el blanco (la niebla del combate es así), tampoco anda muy desorientada. Ellos ven, como vemos todos, a un buen número de adultos que una vez se llamaron a sí mismos revolucionarios sandinistas, plegarse cómodamente al poder de las viejas élites de la Alianza. Los ven, como los vemos todos, caer en el ridículo una y otra vez, al justificar un “diálogo” que no libera un solo preso, no respeta un solo derecho humano, y cuyos “triunfos” miden por acuerdos insólitos, vergonzosos, en los que sus “negociadores” entregan, a cambio de nada, derechos que son inalienables, y cuyo respeto ya es promesa en la Constitución.
Los chavalos ven, como vemos todos, que los adultos de marras se cubren los flancos y las huellas, que cierran filas y censuran, que descalifican a quienes no siguen la línea del partido, el eslogan de su clan. Como han hecho siempre. Porque ellos vienen de lo más lítico de la tradición autoritaria nicaragüense, la que adoptó el credo leninista como declaración de virtud y manual de comportamiento. ¡Dirección general ordene!, parecieran gritar. Como dije antes, no voy a dar nombres, pero seguramente no hará falta. Solo añadiré que ellos (o diré, esta vez: “ellos y ellas”) se han vuelto un obstáculo en la lucha contra la dictadura de Ortega. Podrían estar escribiendo un capítulo digno en sus ya largas vidas, en lugar de hacer el papelón de antiguos, de rancios y coléricos segundones que han aceptado interpretar.
Porque a estas alturas, hay que decirlo claramente: la Alianza a la que obcecadamente apoyan no representa las esperanzas de cambio de la nación. La Alianza está dominada, y muy ampliamente, por intereses de quienes se sienten más adultos que el resto de los ciudadanos: los vetustos propietarios del COSEP y los vetustos exrevolucionarios. Permítanme citar cuatro razones para esta afirmación. Hay más, pero creo que con estas basta y sobra:
La Alianza Cívica no busca el fin de la dictadura orteguista. Esto no es especulación, ni es secreto. La Alianza está dispuesta a aceptar un acuerdo en el cual Ortega permanezca en Nicaragua, y juegue todavía un papel político en su futuro.
La Alianza Cívica no busca que Ortega, Murillo y sus sicarios sean sometidos a la justicia.¿Para qué, si eso haría imposible cualquier “acuerdo” con la dictadura?
La Alianza Cívica no busca que la comunidad internacional aplique sanciones a Ortega. Todo lo contrario, buscan que las sanciones prometidas por EEUU y Europa no se hagan realidad. No quieren más “pérdidas”.
La Alianza Cívica no busca que se libere de inmediato a todos los presos políticos. ¿Para qué, si no conviene al diálogo? Y el diálogo con la dictadura es su prioridad. Si nuestros Medardos, Lucías, Amayas y Migueles tienen que seguir presos mientras se construyen “acuerdos”, así sea. De todos modos, ellos no son miembros de ninguno de los clanes que se reúnen en INCAE. Son más bien incómodos “estorbos”.
Estorbos, como los chavalos que valientemente retan a la dictadura, y cuestionan—como debe cuestionar todo el mundo—con libertad de errar o acertar, pero con honestidad y pasión.