Hace cuatro décadas, los nicaragüenses apostaron por un proceso que terminara con 42 años de opresión, bajo la mano de hierro de Anastasio Somoza Debayle. En 1979, miles albergaron la esperanza de un mejor futuro con democracia y libertad. Pero Daniel Ortega, uno de los líderes de ese hecho histórico, terminó hundiéndose en la tiranía, traicionando el espíritu de la revolución. ¿Cómo se explica que cuatro décadas después el país tenga entronizado a otro dictador? ¿Son culpables los nicaragüenses, por acción u omisión, de que se instauren los tiranos?

Por JOSÉ DENIS CRUZ

Cuando supo que la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza se rindió ante los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FLSN), a las 2:00 a.m., del 19 de julio de 1979, el júbilo recorrió por todo León. Josefana Bermúdez, escuchó la noticia desde la frecuencia clandestina de Radio Sandino, en la mañana del día siguiente, el 20 de julio, y se acercó a la carretera que comunica esa ciudad con Managua para buscar un espacio en las decenas de vehículos que se movilizaban en caravana, como hormigas, hacia la capital, a celebrar la libertad que significaba el triunfo de la Revolución sandinista.

Después de tres horas en un viejo carro Mazda rojo de la época, llegó a Managua, pasadas las 10 de la mañana. Lloró desde que se subió al vehículo a la altura del kilómetro 70 de la carretera a León, y lloró más al bajar la cuesta El Plomo y ver que la caravana para llegar al centro de la ciudad lucía interminable, con colas de carros con gente desesperada que parecían huir del fin del mundo.

Bermúdez tenía 19 años y muchos de sus amigos de infancia se había enfilado a la guerrilla sandinista, así que en todo momento, desde que llegó a la Managua destruida por la guerra los buscaba entre la multitud. No tuvo éxito. Tampoco logró llegar hasta el centro de la Plaza de la República (desde el 19 de julio de 1979 Plaza de la Revolución) donde, jóvenes, niños, ancianos, mujeres y hombres se concentraban como si de un concierto se tratara; pero sí escuchó la artillería que sonó cuando los comandantes sandinistas arribaron triunfantes en camiones y tanquetas.

“Fue uno de los momentos más felices para los nicaragüenses, estábamos dejando atrás cuarenta años de opresión somocista, de muerte y pobreza”, recuerda. Estuvo en la plaza solo unos 30 minutos. No pudo con la asfixia provocada por multitud, ni el ardiente sol.  En los pocos minutos que estuvo, logró abrazar la libertad y la convicción de que el país por fin había roto las cadenas de la dictadura. “Y desde entonces, ya nos libramos de dictaduras”, dice.

— ¿Y no ve en Ortega lo mismo que hacía Somoza?, le pregunto.

—No, Ortega ha sido y es un referente de la revolución, ha hecho lo que ningún otro presidente pudo hacer en 16 años de gobiernos neoliberalesdefiende, desde el teléfono la mujer ama de casa, delgada y pelo canoso que ahora tiene 59 años.

Como ella, miles de nicaragüense, quizá el 20% de los más seis millones de habitantes de ahora , que vivieron y no vivieron el triunfo de la Revolución, continúan anclados en aquella gesta de 1979, convencidos de que su líder Daniel Ortega esgrime valores democráticos y progresistas, y que su figura es sinónimo de revolución.  La realidad es que cuatro décadas después de que los nicaragüenses, a la cabeza de los guerrilleros del Frente Sandinista derrocaran al dictador Anastasio Somoza, Nicaragua ha vuelto a convulsionarse por represión, la muerte, el exilio y falta de libertades. 

Es como si la historia se empeñara en repetir ciclos y Josefana tenga la dicha o desdicha, de haber estado el día que cayó el último dictador del siglo XX y presencie, ahora, el enraizamiento del primer dictador nicaragüense del siglo XXI. Aunque ella lo niegue, Ortega ha emulado al Anastasio Somaza Debayle, huido el 17 de julio de ese 1979.

La historia de Nicaragua ha estado marcada por la represión, corrupción y artimañas de sujetos que han escalado al poder y pretendido entronizarse. Desde que el país se separó de la República Federal de Centroamérica, en 1838,  73 hombres han ocupado la presidencia en 111 cambios de Gobierno, según datos de la Biblioteca Virtual Enrique Bolaños. En 181 años de República, o vida soberana, el poder se ha repartido en cinco gobiernos con carácter dictatorial: Tomás Martínez Guerrero (1857-1867), José Santos Zelaya (1893-1909), Anastasio Somoza García (1937-1956) y Anastasio Somoza Debayle (1967-1979), y Daniel Ortega (1979-1990/2006- y contando). De todos, Ortega es el que más tiempo ha ostentado el poder en la historia.

Al respecto,el historiador Bayardo Cuadra sostiene que lo que vive el país, con Daniel Ortega, es un fenómeno que se ha repetido en el tiempo y que se deriva de la actitud pasiva que ha adoptado la misma ciudadanía ante los primeros signos de autoritarismo de sus líderes: violación a las leyes y la Constitución, corrupción, enriquecimiento.

Aunque hay otro mal histórico común en todos los que han gobernado con mano dura: la reelección continua, como mecanismo para legitimarse. Y no es que las reelecciones sean malas, dicen los historiadores y políticos, sino que cuando un país sufre de una frágil institucionalidad, es más fácil que un caudillo se entronice y se niegue a bajarse del banquillo presidencial. Pasó con Martínez, con Zelaya, con los Somoza y con Ortega.

“Aquí ha pasado eso tres veces, es un fenómeno que desgraciadamente se repite cada 40 años. Es el sistema y somos nosotros los que llevamos a eso, nuestra idiosincrasia hace que creamos en los caudillos, y cuando tienen habilidad se eternizan en el poder, pero sí terminan mal. Zelaya terminó mal, Somoza terminó mal. Es una película que se repite. Tropezamos siempre con la misma piedra”, valora el historiador nicaragüense.

Mateo Jarquín, doctor en Historia por la Universidad de Harvard y profesor en la Universidad de Chapman (California), es un estudioso de la Revolución al que le pregunté cómo explica que 40 años después Nicaragua esté enfrentando otra dictadura. Ve factores como la pobreza y la desigualdad en la apatía por los procesos democráticos.

— Hay que preguntarnos porqué fracaso la transición a la democracia (1990). El breve experimento en democracia liberal logró conquistas importantes, como el fin de la guerra civil, expansión de la sociedad civil y de las libertades públicas, fortalecimiento del Estado de Derecho. Pero también fue una época difícil de reconstrucción económica y ajuste estructural. La pobreza subsistió y la desigualdad se agudizó. Quizás eso ayuda a explicar por qué, frente a la erosión descarada de las instituciones democráticas a partir del 2007, gran parte de la sociedad lució apática.

Jarquín también considera que basta con echar un vistazo a la historia para hacerse a la idea de que al nicaragüense le encanta un hombre fuerte, o que es un ciudadano susceptible a la figura mesiánica. Esos modos de pensar, analiza, siembran raíces profundas muy difíciles de cambiar. Sin embargo, agrega, eso es solo una pieza del rompecabezas: “Yo no creo que los nicaragüenses seamos más propensos al caudillismo y al autoritarismo que los taiwaneses, o los franceses, por ejemplo. ¿Acaso es algo que llevamos en la sangre?, ¿o en el gallopinto?”

Es por eso que plantea que se debe estudiar los determinantes materiales de los regímenes políticos. La pobreza, la desigualdad, y la concentración de la riqueza en manos de una pequeña elite son condiciones socioeconómicas que sirven como caldo de cultivo para las dictaduras. “Es muy difícil tener igualdad de acceso al sistema político, con instituciones que funcionan para el interés de todos, cuando existe semejante desigualdad y miseria social. Nicaragua no es única en ese sentido, es muy común ver el fracaso de la democratización en países con estructuras socioeconómicas parecidas”, observa  Jarquín.

El sociólogo Cirilo Otero coincide con los historiadores consultados para este reportaje y retrocede más en el tiempo al sostener una tesis en la que plantea que desde hace 500 años los nicaragüenses vienen disfrutando, entre comillas, de personajes dictatoriales, como por ejemplo el militar español Pedrarias Dávila, que fungió como Gobernador de Nicaragua entre 1528 a 1531. “Era un tipo muy violento que dominaba a sangre y fuego”, apunta.

Otero continúa explicando que la herencia colonial es lo que  ha llevado al país a incubar dictadores: “Los dejamos hacer las primeras cosas negativas y nos gusta que nos gobiernen al trompón y a la patada, al golpe y la violencia para someter las voluntades”, analiza, y agrega: “Pero los dejamos correr, soportamos barbaridades, y hay momentos que explota como una olla de presión, pero eso tiene un costo altísimo, destruimos todo, la infraestructura, las relaciones sociales, políticas, en realidad así ha sido desde 1890”.

La exguerrillera e historiadora Dora María Téllez, tenía 23 años, cuando triunfó la Revolución sandinista y para entonces había dirigido un ejército de más de 3,000 hombres y mujeres que integraban el Frente Occidental del Frente Sandinista. “Los nicaragüenses estábamos de acuerdo en derrocar a la dictadura somocista”, recuerda, pero entre las células de ahí surgió un caudillo que fue evolucionando con el tiempo hasta convertirse en otro tirano.

“Nicaragua incuba dictadores. Para que alguien ejerza como dictador frente a mí, yo tengo que aceptarlo, tengo que tolerar o tengo que aplaudir, y hay que reconocer que en 1998, año en que Arnoldo Alemán y Daniel Ortega pactaron (para dividirse los poderes del Estado) y para que solo hubieran dos partidos políticos en Nicaragua y que estuvieran permanentemente en el poder, eso fue aplaudido por muchísima gente. Para que haya una dictadura tiene que haber un pueblo que lo permita”, expone Telléz a cuarenta años del triunfo de la Revolución sandinista.

Para la exguerrillera, los nicaragüenses no solo han permitido dictaduras sino  que las han creado. “No hay un nica que no tenga un grado de responsabilidad en la creación de una dictadura, en la dictadura somocista o en la actual, por acción u omisión. Una de las principales lecciones es que uno tiene que aprender a decir que no. Uno de los problemas que tenemos en la sociedad nicaragüense es que nos encantan los caudillos, tenemos una falta de cultura democrática, todos, y este no es problema de los orteguistas, somocistas, liberales, es de todos”, reitera esta figura de la Revolución que rompió con el Frente Sandinista después de la derrota electoral de 1990.

Los conclusiones de guerrilleros, sociólogos e historiadores apuntan a que Nicaragua gira en una espiral de caudillos por lo que los ciudadanos siempre están en la búsqueda del líder, del hombre fuerte,  y a eso le agrega otro factor, que es la falta de cultura democrática que se refleja en la indecisión por fiscalizar a los gobernantes o funcionarios públicos. “Lo que deberíamos hacer es cambiar radicalmente, cambiar de mentalidad todos, pero hacen faltan también cambios radicales en el sistema político”, agrega Téllez.

Pero achacar todo la responsabilidad en el nicaragüense común y corriente, que sufre la desigualdad, la pobreza y la corrupción del sistema político, es injusto. Las élites, políticas y económicas, determinan los desenlaces como Somoza y Ortega. Y es por eso que el historiador Mateo Jarquín considera que las dictaduras no se imponen únicamente a dedazos. “Las sociedades hacen a los dictadores. Y en sociedades sumamente desiguales, las elites tradicionales juegan un papel fundamental”, critica.

“Anastasio Somoza García (el primer dictador de la familia) apoyó su régimen en pilares sociopolíticos muy fuertes. La población quería estabilidad. El ascenso de la Guardia Nacional puso fin a las guerras civiles e intervenciones extranjeras que marcaron la primera etapa del siglo XX. Y las elites tradicionales – de los partidos liberales y conservadores – aprendieron a querer a Somoza, pues su gobierno implementó políticas económicas favorables a sus intereses. Ese fue el trueque fáustico. El lema bien pudo haber sido, háganse ricos, pero no se metan en la política”, señala.

Ese ganar bilateral  de estabilidad y crecimiento económico a cambio de poder absoluto permitió la sucesión dinástica durante 40 años. “Obviamente la sociedad, y en particular la aristocracia, hizo un pésimo negocio, pues la estabilidad que compraron a corto plazo se pagó con las instituciones, libertades, y derechos fundamentales que garantizan estabilidad a largo plazo. Cuando a finales de los años 70 se habían cerrado todas las opciones legales y políticas para generar un cambio, no había otra opción que la calle”.

También es la historia del orteguismo y su pacto, como ya se ha dicho, con Arnoldo Alemán a finales de los 90, y más reciente en 2007 con el gran capital nicaragüense con el que sostuvo una luna de miel por más de 10 años, definiendo la política macroeconómica del país, pero dejando a un lado el Estado de Derecho y la democracia.

LA REVOLUCIÓN QUE SE NEGÓ A LA DEMOCRACIA

El escritor Sergio Ramírez (Vicepresidente de Nicaragua 1984 -1990) en un artículo de opinión publicado en el diario El País de España, el año pasado a la luz de la insurrección de abril, plantea que la historia de Nicaragua, siempre arcaica,  “ha dado tropiezos en la oscuridad una y otra vez, y el camino que recorre a ciegas vuelve siempre a ser el mismo. Un camino circular. Caudillos que pretenden quedarse para siempre en el poder, recluidos dentro del mundo que han fabricado en sus cabezas como una tenebrosa fantasía”.

Y aunque varios sectores políticos del país ubican a Ortega entre 1984  y 1990 como un mandatario autoritario, Ramírez defiende, en ese mismo artículo, que durante los ochenta, los años de la revolución sandinista, esas tentaciones del caudillismo existieron, pero no fueron realizables. “El mismo origen diverso del sandinismo, basado en una coalición de fuerzas obligadas a mantener el equilibrio, lo evitó”, explica.

¿Qué condujo al fin de un proceso revolucionario, al principio lleno de mística e ilusión?

Sobre el fin de la revolución sandinista, los excomandantes que la lideraron difieren sobre las fechas. Para unos terminó a los pocos años del triunfo en 1979 y para otros terminó con la derrota electoral de 1990, cuando Violeta Barrios de Chamorro se erigió como Presidente de Nicaragua, dando paso a la transición a la democracia. Dora María Téllez, Mónica Baltodano, Hugo Torres y Moisés Hassan ahora desde una acera opuesta al Frente Sandinista, y al propio Daniel Ortega, miran a 1979 para valorar los aciertos y desaciertos de la revolución. Todos coinciden en que el principal problema fue la falta de un compromiso profundo con la democracia representativa.

Cuando la Guardia Nacional se rindió el 19 de julio de 1979, Moisés Hassan, exmiembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN), estaba en la ciudad de Granada, después de haber participado en la insurrección de Masaya, Jinotepe y Diriamba. El exdirigente, doctor en física e hijo  de un migrante palestino, fue el primero de las cuatro personalidades entrevistadas por Despacho 505 para este trabajo, en abandonar las filas del Frente Sandinista y, por tanto del proyecto revolucionario. La desilusión llegó inicialmente con la repartición a dirigentes del Frente de propiedades confiscadas a políticos somocistas, y luego cuando los ideales revolucionarios empezaron a irse a “otro rumbo”.

“(El desencanto)  fue casi de inmediato, poco tiempo había pasado y vi la primera señal clara de corrupción y que la lucha no había sido por principios, sino por resolver problemas personales; que las casas, las mansiones que fueron confiscadas a los somocistas, empezaron a ser tomadas, parecía una bandada de aves de rapiña cayendo sobre esos bienes”. Finalmente, en 1985 Hassan, “después de saborear las hieles del poder”, renunció a la militancia en el Frente, al grado militar y a la posición que tenía en el Gobierno de entonces.

Para las exguerrilleras Dora María Téllez y Mónica Baltodano la revolución fue un proceso con luces y sombras. Rescatan los avances sociales como la Reforma Agraria, que otorgó tierra a campesinos del país y la Gran Cruzada Nacional de Alfabetización, que redujo del 50 a un 13 por ciento el índice de analfabetismo, sin embargo reconocen la falta de vocación democrática, en un guerrilla que funcionaba de manera vertical.

Hassan, el exdirigente que más duro critica ese proceso revolucionario, cataloga, por el contrario, la Cruzada de Alfabetización como una medida propagandística ya que a su criterio la cifra de analfabetismo se redujo cuantitativamente y no cualitativamente. “Fue mercadeo, no fue un gran avance, no tuvo la efectividad que pudo haber tenido”. Y sobre la Reforma Agraria critica que finalmente los campesinos no se convirtieron en propietarios directos, sino que formaron cooperativas que luego quedaron en manos de jerarcas del Frente, es decir, las tierras quedaron en las manos equivocadas.

“Se estableció un avance importante en calidad de derechos ciudadanos y políticas sociales, y una reforma agraria muy importante, pero la revolución no tenía un compromiso profundo con la democracia, tenía un compromiso más profundo con la justicia social, no había una formación democrática y rápidamente hubo hechos de autoritarismo e intolerancia. Por un lado se planteaba la economía mixta y por otro el FSLN actuaba como partido único”, reconoce Téllez, desde el teléfono en la ciudad de Managua, a pocas semanas de conmemorarse las cuatro décadas de la Revolución.

“No hubo una capacidad democrática de la revolución para rechazarla, pero para mí hubo transformación revolucionaria”, admite Baltodano, la mujer que a los 15 años se enfiló  en la lucha contra  Somoza, tras conocer sobre las violaciones sexuales y torturas a la opositora sandinista Doris Tijerino, en 1969.

“Nosotros luchamos por la vía armada, es decir veníamos de un partido donde no había vida democrática interna, y si la había era mínima, porque era un partido que se movía en la clandestinidad con una organización vertical,  por las exigencias de la lucha, y que triunfamos por la vía armada”, reconoce Hugo Torres, el único guerrillero que participó en dos de las gestas militares más grandes del FSLN: La toma de la casa de Chema Castillo (funcionario somocista) en 1974 y el asalto al Palacio Nacional en 1978, y en el que también estuvo involucrada Dora María Téllez.

Los exdirigentes del sandinismo también creen que no haber aplicado un modelo político más objetivo influyó en el desencanto por la Revolución sandinista, apoyada en 1979 por una mayoría de los 3.1 millones de nicaragüenses. Y acusan a la política norteamericana de Ronald Reagan de atacar un proceso revolucionario que quedó atrapado en la Guerra Fría, entre la potencia de América y la Unión Soviética, en su afán de conquistar la hegemonía política mundial.

“Error no haber tenido la capacidad de haber hecho el análisis correcto de la situación, de cuáles eran esas contradicciones que teníamos que resolver para hacer avanzar el proyecto revolucionario, sumado a la inexperiencia y a la soberbia, porque creíamos que nos la sabíamos todas por haber triunfado por la vía armada, y que teníamos derechos a transformar el país a nuestro gusto y antojo. No haber seguido el consejo de realizar elecciones después del triunfo, no haber logrado evitar no solo el conflicto armado, sino no haber logrado que se agudizara el conflicto a la luz de las contradicciones entre Estados Unidos y URSS”, analiza Torres.

La Revolución sandinista aplaudida el siglo pasado por países y corrientes políticas de todo el mundo finalmente concluyó en 1990, cuando Daniel Ortega perdió el poder en las urnas. Y lo que queda son vestigios, recuerdos en imágenes o canciones que todos los días previos al 19 de julio invaden la propaganda oficial del régimen orteguista. Más allá de eso, la revolución nicaragüense ni siquiera dejó una herencia perdurable en el tiempo. Fracasó como la revolución mexicana (1910) y la cubana de los Castros que aún se mantiene, desde 1959.

— ¿Para usted qué queda de la Revolución sandinista?

— Moisés Hassam: “No queda nada en absoluto. Se extinguió, nada queda de ella, quedó nada más que saltamos a una dictadura que es doloroso decirlo, que es peor que la de Somoza”. Rompió con el Frente Sandinista en julio de 1985.

— Dora María Téllez: “La conciencia ciudadana, la manera de los nicaragüenses a verse a sí mismo previo a 1979. Toda esa conciencia ciudadana, participación, de gremio, comunidades, campesinos, es un capital humano que está ahí y ha dado sus frutos”. Rompió con el Frente Sandinista en 1994.

— Hugo Torres: “Queda el derrocamiento de una dictadura que duró casi 45 años, una brutal dictadura sangrienta, derrocar una dictadura ya es por sí un logro histórico muy relevante, lo que vino después es otra historia”. Rompió con el Frente Sandinista en 1996.

— Mónica Baltodano: “La revolución es el resultado de una necesidad histórica, que fue causada por el cierre absoluto y total de todos los espacios, el crimen y mortandad que provocó Somoza. Yo sí creo que la historia de esa revolución está viva”. Rompió con el Frente Sandinista en 1998.

ORTEGA: LA REVOLUCIÓN SOY YO

Tras el triunfo de la Revolución sandinista en 1979 se instauró en León, capital provisional del país,  la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN). Fue un cuerpo colegiado conformado por diversos sectores, entre ellos empresarios, académicos e intelectuales. De ahí surgieron las decisiones de la nueva Nicaragua, hasta que en 1984 se celebraron elecciones presidenciales y Daniel Ortega se postuló  como candidato.

Ortega, el hombre bigotón y de verbo encendido que trina contra Estados Unidos en todos los discursos, empezó a figurar más que los otros ocho comandantes: Humberto Ortega, Henry Ruiz, Tomás Borge, Carlos Núñez, Víctor Tirado López, Luis Carrión, Jaime Wheelock y Bayardo Arce. Al ganar, en unos cuestionados comicios, se convirtió en el centro de la Revolución y del partido,  a pesar que existía una  conducción colegiada a través de la Dirección Nacional del FSLN.

“Así fue ubicándose cada vez más como el referente principal de la Revolución, ante los ojos de la población y la comunidad internacional. Ocupó los cargos para proyectar su posición como referente”, dice un dirigente revolucionario muy cercano a Ortega.  

Por estos días circulan en la radio y la televisión spots sobre la Revolución con Ortega como figura hegemónica. “Se ha adueñado de la revolución”, señalan los críticos, y los mismos sandinistas. Ya en 1990, tras la derrota electoral Ortega apartó a todos los sandinistas  que abogaban por darle al partido aires de democracia y se convirtió en el candidato eterno del FSLN hasta que, tras tres derrotas, ganó las elecciones en 2006, con una minoría del 38% de los votos.

Para llegar ahí, como se dijo al inicio de este trabajo, pactó con el entonces presidente Arnoldo Alemán (1996-2001) para distribuirse los poderes del Estado y reformar la Ley Electoral y así bajar el porcentaje de votos que necesitaba un candidato para ser Presidente; pero antes que se sentara a dirigir Nicaragua, aplicó la estrategia de gobernar desde abajo, con la que desestabilizó a los presidentes que no había logrado derrotar en las urnas. Lo lograba porque manejaba a las organizaciones populares y sindicatos.  “Ortega es la antítesis de la revolución de los años 80”, valora la exguerrillera Mónica Baltodano.

De 2006  a 2017 Ortega ha fraguado fraudes, vapuleado a opositores, violado la Constitución para reelegirse, negado las libertades constitucionales, restado independencia a los poderes del Estados e instituciones públicas, politizado el Ejército y la Policía, diseñado una propaganda de endiosamiento de su figura, y ha puesto a su esposa Rosario Murillo como vicepresidente del país y a sus hijos en puesto del Gobierno.

Pero fue a partir de abril de 2018 que Ortega mostró su lado más parecido a Somoza. La segunda etapa de la revolución que dice representar su gobierno ha dejado un saldo de entre 325 y 500 muertos, más de 700 presos políticos, la mayoría libres ya por la presión de la comunidad internacional, y más de 100,000 en el exilio tras una crisis que empezó tres meses antes que el FSLN asistiera a la conmemoración del 39 aniversario del 19 de julio de 1979.

Ahí Ortega, ante un puñado de sus bases, atribuyó la explosión social a un intento de golpe de Estado en su contra, financiado por Estados Unidos. Ahí Josefana Bermúdez, la mujer que asistió a la celebración del triunfo revolucionario el 20 de julio de 1979, desde otro lugar en la Plaza la Fe, aplaudió y vitoreó al dictador, e hizo suya la consigna oficialista de que los opositores “no pudieron, ni podrán”, usada hasta el cansancio por el régimen para mostrarse victorioso de un conato de derrocamiento.

Bermúdez, ahora desde Managua, asegura que todos los años asiste los 19 de julio a escuchar los discursos de Daniel Ortega; y trae al presente el júbilo nacional por viajar a capital hace 40 años y las imágenes que le dieron la vuelta al mundo, como un video en el que aparece Humberto Ortega, impávido y con bigote grueso, de lentes grandes y vestido de rojo, pronunciando un discurso que era compartido por todos los ciudadanos.

“Creo que después de 42 años de lucha, el pueblo nicaragüense ha llegado a un estado tal, que difícilmente se le va a poder imponer nuevos amos, difícilmente nuevas dictaduras van a poder entronizarse en este país”.  Se equivocó.


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