“Hay momentos en los cuales principios de ética, que a los maquiavélicos pueden parecer quimeras, se tornan asunto de supervivencia, de salvar vidas y construir defensas para las generaciones futuras”.

Ya se sabe que no basta con exigir a los genocidas que renuncien a su poder tiránico, que la salida de Ortega y Murillo no va a ser voluntaria ni en respuesta comprensiva a tal exigencia. Pero es imperativo exigir que renuncien. La consigna “¡qué renuncien!” es una consigna de acción, un llamado a la lucha, una convocación profunda a limpiar las manchas que el autoritarismo deja en el alma colectiva, una purificación necesaria para encarar el futuro en democracia, y prevenir la repetición de la tragedia actual.

Se trata de establecer sin ambigüedades cuáles son los estándares morales y políticos de una sociedad, de qué es aceptable como método de lucha por el poder. Y no debe quedar ninguna duda: no cabe ser “pragmático” ante el genocidio. Adoptar este fraudulento pragmatismo, como hacen los políticos de la Alianza, crea tolerancia a la violencia de Estado, y vuelve a la justicia dependiente—más bien servil–de los costos y estrategias de los poderosos.

Hay momentos en los cuales principios de ética, que a los maquiavélicos pueden parecer quimeras, se tornan asunto de supervivencia, de salvar vidas y construir defensas para las generaciones futuras. Estamos en uno de ellos, y fallamos al ir de la mano o tras la guía de políticos para quienes lo absolutamente inaceptable no existe.

Fallamos si queremos ser más güegüenses que los genocidas, más “vivos” apenas, más “suecos”, y entramos a su juego, lo volvemos normal, al hacer que sea aceptable, por “realismo”, negociar con paciencia y pactar una salida generosa (e ilusoria) para los autores de crímenes de lesa humanidad.

A nadie se le ocurriría hacerlo si el culpable se llamara Hitler y fuera una amenaza para grandes poderes. Pero los grandes poderes que participan en la negociación de las élites criollas terminan siendo laxos cuando el perpetrador es un tiranuelo caricaturesco, en un país para ellos insignificante.

Nosotros, los hijos y dueños legítimos del terruño, no podemos darnos el lujo, por demás cruel, que pueden darse en la distancia esas potencias.  Porque no valen menos nuestras víctimas que las de ellos; ni las de hoy, ni las que en el futuro vendrán si seguimos por el camino en que todo es negociable, en el que asesinar a cientos de nicaragüenses nos obliga moralmente a ser (o a volvernos, en el caso de los banqueros del COSEP) “opositores”, pero no a exigir que los criminales renuncien.

Con esta conducta se vacía totalmente de contenido cualquier “nunca más”: ¿Si no ahora, ¡cuándo!? ¿Y por qué no ahora, sino en un “después” indefinido, en el espejismo de una “siguiente administración”, para usar la tristemente reveladora frase del negociador de la Alianza, Mario Arana?

Es, como dije antes, imperativo que este cambio en nuestros estándares, reflejo de un cambio en nuestras expectativas sobre el uso del poder político, se dé ya, ahora mismo, sin dilación, sin excusa. Y a los “pragmáticos” hay que hacerles notar que su ciega y sorda insistencia en el mantra falaz del diálogo con Ortega no los hace más “vivos” que Ortega. Les sirve únicamente si quieren convivir con el dictador.  Pero, si en realidad quieren salir de él, aferrarse a la “estrategia” de “diálogo” los deja—como ya es más que evidente– en la lastimosa condición de mendigos políticos: mendigos de libertades, suplicantes de derechos, rogando al ladrón con voz cada vez más patética que les regrese al menos algo de lo que les ha arrebatado con violencia. 

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